Algo estamos haciendo mal, muy mal. En las últimas semanas cierta sucesión de hechos violentos protagonizados por menores ha creado una lógica alarma social, dada su gravedad: la muerte de un hombre en pleno centro de Bilbao, el asesinato de un matrimonio también en Bilbao, agresiones sexuales, violaciones, palizas… La impotencia que genera este tipo de delitos se ha visto agravada por el hecho de que los autores de algunos de los casos son menores de trece años, por lo que son inimputables. Es el caso de los crímenes de Bilbao, pero también, por ejemplo, de los cuatro menores que violaron a un niño de nueve años en un colegio de Jaén, o del niño que dejó embarazada a su hermana, que a principios de semana dio a luz en un hospital de Murcia con apenas once años.
La acumulación en pocos días de varios delitos de este tipo ha desencadenado un encendido debate entre los partidarios de endurecer la legislación, y aplicar castigos ejemplarizantes, por un lado, y quienes consideran que rebajar la edad penal sería una medida más efectista que eficaz.
El calor de los acontecimientos nunca es buen consejero para legislar. Se impone, en cualquier caso, un llamamiento a la cordura y una reflexión serena en la que prime la responsabilidad por encima de la tentación de pescar unos cuantos votos entre una ciudadanía asustada y conmocionada. Sobre todo porque las estadísticas indican que los delitos cometidos por menores no son, afortunadamente, algo habitual, sino una excepción que, no obstante, merece ser tomada muy en serio. En este sentido, los expertos sostienen que un reforzamiento de las labores de prevención y educación garantiza mejores resultados que la represión. Y es que estamos ante un problema que requiere de un trabajo conjunto de familias –sobre todo, la transmisión de valores ha de tener lugar en casa–, educadores, policías, jueces y expertos. Pensar que hay atajos para solucionar este problema es no querer ver la dimensión real que tiene.