Uno de los primeros casos conocidos fue el del alcalde de Riudoms, Sergi Pedret, y un concejal de este municipio del Baix Camp. Luego la mala costumbre se extendió y les siguieron los primeros ediles de Rafelbunyol (Valencia), El Verger, Els Poblets y La Nucía (Alicante), Torrecampo (Córdoba)… A ellos se unió el mismísimo consejero de Salud de Murcia, que lo hizo en compañía de su mujer y de decenas de altos cargos y funcionarios de su departamento. Todos ellos han sido criticados –incluso por sus respectivos partidos políticos– por saltarse la cola del proceso de vacunación e inocularse la vacuna contra la Covid mucho antes de lo que les tocaría.
Sí, todos han sido criticados, pero ninguno de ellos ha dimitido, pese a pasarse por el arco de triunfo aquello de que son servidores públicos y de que, como tales, deberían ser como el capitán del barco, los últimos en abandonar la nave. En todos los casos irregulares se repite la misma argumentación: los vacunados afirman que se inyectaron las dosis porque si no, se iban a echar a perder, una explicación que choca con la escasa cantidad de material del que dispone España y que lleva a pensar en una mala planificación, preparación o administración de las vacunas. Y que choca con el documento que explica que las dosis de Pfizer necesitan conservarse a menos 80 grados y cuando se descongelan pueden mantenerse cinco días en un frigorífico a entre dos y ocho grados, y a la hora de ser utilizadas, ‘sobreviven’ a temperatura ambiente durante cinco horas. Qué triste resulta ver que aquellos que deberían velar por sus representados y dar ejemplo piensan primero en sí mismos. Y después, en sí mismos también.