P aüls es un pueblo que sobrecoge el ánimo del visitante que llega allí por primera vez ante el asombroso espectáculo de su empinado trazo urbano y de algunos edificios cuyos balcones parecen abocarse al vacío. Al rebasar la última curva de la carretera y encontrarte con la vista del pueblo en su conjunto uno no sabe si aquello es nido de águilas o voluta de golondrinas. Las calles suben en rápidas oleadas hasta la cúspide del pueblo donde se encuentra la Iglesia parroquial cuyo acceso parece asequible únicamente a fornidos atletas o escaladores. Cuando uno consigue llegar a la cima siente la tentación de levantar los brazos al infinito, girar el cuerpo con los pies y ante la inmensidad del paisaje circundante gritar a pulmón henchido: «¡Soy el rey del mundo!». Yo tuve la suerte de visitar este pueblo hace muchos años, cuando mis piernas aún no protestaban al someterlas a un esfuerzo más exigente que el de caminar simplemente por terreno llano. Y sin embargo, hasta esa iglesia han subido durante generaciones todos los habitantes del pueblo mientras les han quedado fuerzas en sus piernas, sobre todo con motivo de bodas, bautizos, primeras comuniones, etc.
Estuve en Paüls varias veces, casi siempre en compañía de mi amigo Francesc Basco, nacido y crecido allí hasta que su profesión, primero de maestro de escuela y después como periodista le alejó de su querido terruño, donde todavía conserva una vivienda para cuando va allí a pasar unos días.
Los hijos de Paüls se distinguen sobre todo por su amor a la música; puede decirse que todos los habitantes del pueblo son músicos; a través del tiempo han formado bandas, orquestas, orquestinas, quintetos y orfeones que han actuado en todos los pueblos circundantes y de allí han salido figuras ilustres del pentagrama como Domingo Alcón, autor de la sardana Camí de Sant Roc y Pasacalle Festa Major, y su hija Gloria, catedrática de composición musical, hoy ya jubilada, compuso la danza a piano Les coves roges, dedicada a Paüls.
Pero lo más interesante de Paüls, con ser mucho, no es el pueblo en sí mismo sino sus alrededores, sobre todo el paseo de dos kilómetros que transita por toda la zona hortícola y de árboles frutales y lleva hasta la ermita de Sant Roc donde aparecen los auténticos atractivos de la villa. Allí te encuentras con una fuente de agua buenísima que brota permanentemente por 16 caños. Y de allí arrancan caminos que suben hasta lo alto de la montaña donde hay pastos y balsas que sirven de hábitat a la capra hispanica y a rebaños de ovejas y de toros bravos que no molestan a nadie si no son molestados.
La ermita del Sant Roc, rodeada de altísimos cipreses, es de arquitectura sencilla aunque sólida. A la luz permanente de los cirios las paredes de su interior aparecen repletas de exvotos como testimonios de ofrendas pasadas mientras se escucha el incesante bisbiseo de oraciones impetrando los favores del Santo.
El momento culminante de la devoción a Sant Roc tiene lugar cuando al atardecer del 16 de agosto, que es la fiesta del santo, su imagen es llevada en procesión hasta la fuente de los 16 caños entre dos filas de cirios y una multitud de personas cantando los gozos de Sant Roc
En el entorno de la ermita está lo que allí se llaman «los corros», que son unos cuadros de unos dos metros y medio de terreno, propiedad de cada habitante censado en el pueblo, y donde acuden las familias con la comida para celebrar en comunidad la fiesta de Sant Roc. Cada «corro» dispone de mesa y asientos de piedra y el ambiente es de cordial camaradería y solidaridad humana.
Todos los paulsenses sienten hacia Sant Roc una devoción innata, como la sienten los habitantes de tantas ciudades y pueblos en que Sant Roc es venerado como abogado contra toda clase de pestes y pandemias.
Pero, ¿quién era Sant Roc para promover tantos devotos a su figura? Pues bien, Sant Roc fue uno de los héroes de la caridad cristiana, un santo admirable que en los umbrales del siglo XIV dejó su casa, su señorío de Montpellier y todas sus riquezas, para entregarse en las ciudades al servicio y a la curación de los apestados por cualquier tipo de pandemia, y según las crónicas religiosas, sigue desde el cielo la obra de compasión y beneficencia que comenzó en la tierra. El perrito que se suele poner a sus pies, nos recuerda aquel que, estando atacado también él por la fiebre de la peste, le lamía las llagas y le traía el alimento necesario. Sant Roc murió en 1327 en su ciudad natal, Montpellier, cuna de celebridades como Jaime I de Aragón y el filósofo Augusto Comte, fundador de la sociología. Y por su vieja universidad pasaron otras celebridades como Ramon Llull, Arnau de Vilanova y François Rabelais. Casi todas las ciudades españolas tienen altares o ermitas dedicadas al santo de Montpellier, cuya fama de su poder taumatúrgico se extendió rápidamente por Europa donde muchos pueblos le proclamaron patrono celestial.
Por todo ello y ante la pandemia inmisericorde que padece toda la humanidad en el tiempo presente, no estaría de más que nuestra gente acudiera no masivamente pero sí en grupos organizados hasta el ermitorio de Sant Roc en Paüls para pedir al santo taumaturgo y milagrero su celestial intercesión y ayuda en nuestro actual sufrimiento. O sencillamente que desde el fondo de nuestros corazones elevemos al popular santo una plegaria y un ruego fervoroso.