Estos meses de confinamiento y encierro casero voluntario por miedo al maldito coronavirus me ha dado ocasión para evocar la corta etapa de mi niñez vivida en León, antes de venir de inmigrante a Catalunya y recalar con mi vida en el Delta del Ebro, donde se abrió la página quizá más venturosa de mi existencia.
En León, donde ya empecé a formarme como autodidacta con la Enciclopedia Escolar de Santiago Rodríguez y con la Aritmética y Geometría de Miguel Aguado. Salía de casa y solía irme a la Candamia, donde el río Torío se remansaba formando albercas y playas de gravilla que invitaban al chapuzón; pero otras veces me iba a la estación de ferrocarril pasando por la glorieta de Guzmán el Bueno y por el puente sobre el río Bernesga, y siempre que podía me colaba hasta los andenes y allí me sentaba en uno de los bancos, bajo su enorme marquesina roja, con el único objeto de ver pasar los trenes, que en aquel tiempo era para mí un espectáculo atractivo y gratuito.
Por entonces, León era un importante nudo ferroviario al bifurcarse el tendido hacia Galicia y hacia Asturias. Me gustaba ver las máquinas de vapor a su entrada en la estación cuando el maquinista y el fogonero sacaban por las negras ventanas sus cabezas tiznadas de cisco.
Pero sobre todo me encantaban aquellas gigantescas locomotoras llamadas «pasamontañas», como la Santa Fe, con sus enormes ruedas motrices pintadas de rojo, sus juegos de bielas, sus ensordecedores resoplidos y las nubes de vapor que descargaban sobre los andenes. Y sentía envidia de las personas que tenían la suerte de viajar y que al detenerse el tren en la estación leonesa asomaban sus rostros soñolientos por las ventanillas.
Otros motivos que me guiaban a la estación eran literarios.
Desde muy jovencito me había obsesionado por ciertas obras literarias cuyo argumento transcurría a bordo de trenes, empezando por El tren expreso, de Ramón de Campoamor, El misterio del tren azul, de Agatha Christie; la magistral descripción de los antiguos trenes extremeños que hace el gran José María Gabriel y Galán; pero, sobre todo, La esfinge maragata, de Concha Espina.
Quizá no eran obras aptas para mi edad, cuando las lecturas infantiles dominantes eran los comics de Juan Centella y El hombre enmascarado, pero yo ya prefería la literatura para adultos.
De todas aquellas obras citadas, la más atractiva era, desde luego, La esfinge maragata, por desarrollarse en gran parte en territorio leonés, en la maragatería astorgana o asturicense. Este era el primer atractivo de aquella obra, pero tal como iba leyendo encontraba otros atractivos poderosos, como su exquisita calidad literaria y su riqueza idiomática.
Concha Espina manejaba un vocabulario riquísimo y desconocido por el gran público, y a mi edad yo tenía que leerla con un diccionario al lado.
Todo el asunto argumental gira en torno a una adolescente maragata que viaja en invierno con su abuela en un tren sin calefacción y que se enamora de un joven que viajaba en el mismo departamento; pero a ella, siguiendo la vieja tradición de su tierra, ya le habían asignado un marido en la familia extensa.
Concha Espina, perteneciente a la clase alta santanderina, esposa de Ramón de la Serna y Cueto, en su novela trata de pobretones y famélicos a los habitantes de las tierras leonesas, como si en su tierra, sobre todo en las comarcas de la montaña, siempre hubieran atado los perros con longanizas.
Léase El jándalo, de Pereda, que trata de los mozos cántabros que tenían que emigrar a Andalucía para ganar algún dinero durante unos años y regresar a su tierra. La propia Concha Espina, en algún momento de su vida vio esfumarse toda su hacienda familiar y tuvo que marchar a Sudamérica, donde tenía numerosos familiares de la saga de su esposo, y allí sobrevivió publicando sus poesías y sus cuentos en algunos periódicos.
Todo esto no afecta a la admiración que yo siempre he sentido por los escritores cántabros, empezando por el Marqués de Santillana (aunque nacido en Carrión de los Condes, León), autor de unas serranillas que estudiaban todos los chavales en el Bachillerato; siguiendo por Menéndez Pelayo (el de Los heterodoxos españoles) y el gran José María Pereda cuyas obras completas (unas veinte novelas y narraciones cortas me conozco al dedillo, desde Escenas montañesas hasta El sabor de la tierruca y Sotileza.
También estaba en mis preferencias la propia Concha Espina, una admiración que me venía no de La esfinge maragata sino desde que muy jovencito leí su obra corta Espírita –sustantivo femenino de espíritu–, una especie de leyenda onírica que me cautivó por su inusitado romanticismo.
Concha Espina había escrito también otras obras de contenido escabroso, por ejemplo La niña de Luzmela, una historia de amores ilícitos de un hombre acaudalado, con resultado de hijos espúrios y de relaciones tormentosas entre éstos a la hora de repartirse la herencia de su padre.
Hoy día los viajeros de trenes ya no están para historias literarias, apenas si se ve alguno con un libro abierto en sus manos, sino que el 80 ó 90% de ellos van con el dedo pulsando las pantallas de sus móviles. Están en su derecho; es la moda.
Ahora en las tierras astur-leonesas se han abierto o se están abriendo túneles para el paso de los trenes de alta velocidad hacia Asturias. Unos trenes que sin duda serán más cómodos y veloces, pero menos románticos que los viejos ferrocarriles.
¡Ay! Si yo pudiese hoy realizar aquel mismo trayecto de León a Oviedo y Gijón, pasando el Puerto de Pajares por sus cuarenta túneles, aunque fuese en invierno en un vagón de tercera, sin calefacción, como el de la esfinge maragata!