En el mundo cada vez hay hambre, pobreza, desolación... Millones de niños mueren de pestes innombrables y explotadores desalmados se lucran con su desgracia. Esa explotación está acabando con el planeta y, pronto, con la humanidad entera.
Esa era, a grandes rasgos, la película de miedo que nos repetían los medios durante décadas.
Y no era cierta. El mundo, de hecho, ha estado creciendo de media un 6% anual desde que empezó la Revolución Industrial. La globalización, con todos sus inconvenientes, ha logrado doblar nuestra esperanza de vida y aumentar la de todo el planeta, África incluida, y no digamos la de Asia. Hay menos cada vez menos pobres en todas partes excepto en los países en guerra. El comercio internacional, y muy especialmente con China, Japón, Corea, Vietnam..., nos ha hecho menos pobres a todos y muy ricos a algunos.
Y en ese punto es cuando llegan las denuncias de algunas ONG estos días respecto al aumento de la desigualdad. Es cierto que hay un puñado de ricos cada vez más ricos en todas partes. Y por supuesto, también en Catalunya y España. Pero también que esa riqueza suya no se detrae de la nuestra. Nuestra economía no es una suma cero. No somos más pobres en la medida en que ellos son más ricos. Al contrario, cuantos más ricos hay más impuestos pagan –o deberían pagar– y menos necesitados somos todos.
El hecho de que en nuestro territorio resida alguna fortuna de más de 100 millones de euros no significa que nos los haya quitado a los demás ni los ha logrado amasar a nuestra costa. Al contrario, si paga sus impuestos, todos nos veremos beneficiados. Digamos que si yo en mi barrio tengo sanidad pública de calidad; educación también excelente; infraestructuras de internet, agua, gas, luz, carreteras, limpieza, seguridad, policía, bomberos... Y si todo funciona bien. ¿De verdad me preocupa que haya unos cuantos millonarios con chalet gigantesco y piscinas sin fin?
En cambio, los millonarios que he conocido en países donde todos carecían de esos servicios públicos y los ricos tenían que pagárselos de forma exclusiva y a menudo excluyente siempre se me quejaban de que «vivían en grandes prisiones llamadas fraccionamientos, urbanizaciones con seguridad privada... Sobrevivían a la desigualdad tras una valla». Me lo han contado en Méjico, Venezuela, Colombia o Ecuador. Y la teoría económica ha demostrado que no puedes ser feliz por mucho dinero que tengas en un país donde todos los demás son pobres. Esos millonarios de países pobres acaban viviendo en países ricos donde todos podemos ir a un hospital.
De ahí, que me guste tener milmillonarios en mi país. Me encanta que vivan bien si pagan los impuestos para que nadie viva mal. Y por eso el odio al rico tan funestamente entendido como de izquierdas resulta desinformado y nocivo.
La fabulación sobre las ventajas del milmillonario también contribuye a ese odio al rico. Y una teoría, la del beneficio marginal decreciente, explica que nuestra envidia de la pasta ajena carece de fundamento. David Rockefeller me lo resumió en una frase cuando lo entrevisté al presentar sus memorias en español: «Puedo tener 20 coches, pero tengo un solo culo». Y es que el dinero mejora tu vida solo en la medida en que tienes muy poco. A la tercera piscina en el chalet, ya te olvidas de la cuarta.
Entonces, cuando ya no quieres más piscinas te queda el gran lujo de la filantropía... O pagar impuestos. Pero tiene que haber también políticos que no se los queden para hacerse chalets y piscinas. Y eso será ya otro artículo.