El plan de desescalada que ha publicado el gobierno, que de momento describe las cuatro fases de progresiva apertura sin aclarar del todo los indicadores objetivos que permitirán o no el tránsito de una fase a otra, constituye el único método posible de actuación ante un patógeno mal conocido y sin tratamiento todavía. Frente a este coronavirus, hay que aplicar el procedimiento empírico de prueba y error, con lo que resulta imposible establecer un calendario preciso puesto que no puede descartarse que si no se cumplen los requisitos mínimos no haya más remedio que retroceder a una fase anterior.
Este plan, parecido al de otros países, permite constatar mejor el terreno que pisamos. Un terreno que de momento se afirma sobre una desoladora evidencia. Cuando se hayan subido todos los peldaños y se alcance lo que el gobierno llama «nueva normalidad», habrá ciertas actividades económicas fundamentales que todavía no puedan sobrevivir, o hayan de hacerlo muy precariamente.
Por su trascendencia económica, la hostelería y el turismo están a la cabeza de los damnificados. Primero, porque es complejo dotar a los establecimientos -bares, restaurantes, hoteles- de las condiciones de seguridad requeridas mientras exista posibilidad de contagio. La reducción del espacio útil en el caso de los locales de restauración y la inhabilitación de los espacios comunes de los hoteles para garantizar que se respeta la distancia social adecuada constituyen obstáculos que afectarán a la productividad y por tanto a la rentabilidad de los establecimientos, y no todos sobrevivirán a la prueba, sobre todo si esta se alarga indefinidamente y si el gobierno no prolonga los ERTE todo el tiempo necesario para impedir que las empresas tengan que echar irremisiblemente el cierre. Además, puesto que aproximadamente el 70% del negocio turístico es internacional, habrá que ver si nuestros clientes habituales -británicos, alemanes, italianos.-, golpeados también por la pandemia, se animan a lanzarse a la aventura de viajar y a visitar nuestro país.