Hoy conmemoramos el 43º aniversario de la Constitución Española de 1978. La misma se redactó con la conciencia de que había que cerrar el largo capítulo de los enfrentamientos fratricidas entre españoles. Y ahora, cuando algunos se dedican a resucitar los viejos odios y el siniestro guerracivilismo (amparándose en la nefasta Ley de Memoria Histórica que ahora se quiere endurecer con la nueva ley de memoria «democrática»), me gustaría recordar y reivindicar el espíritu inclusivo y conciliador de la Transición, donde se quiso construir una España sin vencedores ni vencidos que mirara, ante todo, al futuro.
Esto cristalizó en un histórico Pacto y luego en la actual Carta Magna que vino de la mano de la democracia. Es por ello una Constitución donde cabemos y que, sin querer caer tampoco en su mitificación, ha propiciado el período más largo de paz, libertad, democracia, convivencia y prosperidad de nuestra historia contemporánea. Y ha posibilitado también que Cataluña y País Vasco, después de una incesante cesión de competencias, tengan uno de los niveles de autonomía más elevados del mundo. Los nacionalistas catalanes en aquellos años proclamaban sin ambages su respeto a la Constitución y repetían que ellos nunca estarían por la independencia.
Cabe recordar que la Constitución fue aprobada por abrumadora mayoría (el 88%) y contó con el consenso y el apoyo de las principales fuerzas políticas de entonces. En Cataluña, además, la participación fue superior a la media española y el «sí» obtuvo más del 90% de votos, hecho que demuestra el compromiso de entonces de todos los españoles con los principios y valores que emanan de la actual Constitución.
Con la Constitución, como decía, se pretendió enterrar definitivamente los odios y rencores de la Guerra Civil. En este sentido, vale la pena releer, por ejemplo, el discurso pronunciado el 14/10/1977 en las Cortes Generales por Marcelino Camacho (un sindicalista y comunista honrado que había pasado diez años en la cárcel) que es un gran alegato a la concordia y la reconciliación nacional. Pues bien, desde hace unos años todo ese espíritu conciliador ha sido traicionado por la izquierda y los nacionalistas que lo han hecho saltar por los aires.
Y así, nos encontramos por un lado ante un permanente órdago de los secesionistas catalanes contra el orden democrático constitucional. Los nacionalistas catalanes y vascos, siempre insaciables, han mostrado casi desde el principio una enorme deslealtad. De forma progresiva y alevosa (a los suyos les decían «avui paciencia, demá independència»), en un sofisticado proceso de ingeniería social han ido imponiendo de forma implacable su ideología antiespañola, hecho que nos ha conducido hasta la funesta situación actual. Ya Josep Tarradellas en 1981 advertía que en la Cataluña de Jordi Pujol se estaba instaurando «una dictadura blanca muy peligrosa».
Pero todo ello ha sido posible en gran medida por la vergonzosa claudicación de los sucesivos gobiernos de España que, por estrechos intereses partidistas, han consentido que un nacionalismo voraz fuera imponiendo sus políticas de forma permanente. Cataluña así, después de 40 años de gobiernos nacionalistas, se ha convertido en una sociedad dominada por el fanatismo, la intolerancia, la manipulación, el adoctrinamiento, el complejo de superioridad y el racismo.
Una sociedad donde se vulneran los derechos y libertades de los no nacionalistas (al menos la mitad de la población), donde se incumple ley y se fomenta el discurso del odio contra España. Todo ello aderezado con el enfrentamiento social, la violencia, las barricadas y el fuego en las calles… y un gobierno compuesto por fanáticos, ineptos y vividorzuelos que llevan años, dedicándose a lo suyo (el procés) con lo que están arrasando Cataluña y la están llevando a una profunda decadencia y a la ruina. Pobre Cataluña, quién te ha visto y quién te ve…
Y por otro lado, ahora nos encontramos con un gobierno «Frankenstein» (al que ya se refirió Rubalcaba) compuesto por socialcomunistas y presidido por Pedro Sánchez (personaje ávido de poder, enfundado en la mentira y la propaganda) que desde su populismo revanchista reniegan cada vez más abiertamente de la Constitución del 78 y del espíritu democrático y conciliador de la Transición. Un gobierno izquierdista, que entiende, como la izquierda sovietizante de los años 30, desde su pretendida superioridad moral, que la derecha carece de legitimidad para gobernar, y apuestan por la ruptura y la vuelta al frentepopulismo y a la república.
Mostrando además una enorme complicidad con los secesionistas y los bilduetarras, ante los que se arrodillan constantemente y a los que no paran de conceder casi todo lo que piden, el último episodio lo hemos vivido con la reciente aprobación de los presupuestos. Los no nacionalistas en Cataluña y el País Vasco, especialmente, estamos cansados de ser despreciados sistemáticamente, de ser moneda de cambió con los nacionalistas de los intereses espurios de los gobiernos de turno.
Hace unos días el Tribunal Supremo consagraba que en Cataluña el 25% ( ¡ Qué barbaridad el 25% ! ) de clases deben impartirse en castellano; hemos visto como el gobierno de la Generalitat, en lo que supone un insulto y un intolerable desprecio a la Justicia, se niega a cumplirlo y ha pedido a los centros educativos que incumplan la norma y dice tener el aval de Sánchez para ello.
El gobierno de Sánchez con el apoyo de sus socios está tomando medidas políticas que cercenan claramente la libertad y vulneran la Constitución, lo que hace que estén conduciendo a nuestro país por una senda cada vez más totalitaria. Con tal de perpetuarse en el poder con el apoyo de los secesionistas ha demostrado que es capaz de cualquier cosa. El sanchismo , que ha mutando de forma alarmante y poco o nada tiene que ver con el partido que lideró Felipe González, está extendido a toda España lo peor de los nacionalismos periféricos; está conformando un nuevo bloque de poder, compuesto por izquierdistas y nacionalistas, que parecen decididos a destruir, en primer lugar , la Corona, símbolo de la unidad de España y avanzar conjuntamente por la senda de la demolición del actual orden democrático constitucional y lo que es peor, de la nación. Lo que está colocando a España en una de las situaciones más frágiles y graves de su Historia.
Ante este gravísimo envite hoy, como hace 43 años, todas las fuerzas políticas y las entidades constitucionalistas de este país (incluyendo a los socialistas decentes que se oponen a esta deriva), deberían movilizarse y mostrar a todos, otra vez y sin fisuras, su unidad y su firme compromiso con la defensa de la unidad nacional, de la democracia, la libertad, la Constitución, la concordia y el bienestar de todos los españoles. España es una gran nación y no podemos permitir que la destruyan entre todos tenemos la obligación de defenderla.