La proximidad de la campaña electoral acentúa la rivalidad política entre partidos supuestamente afines que comparten un espectro ideológico similar. La coalición PSOE-Unidas Podemos ha entrado de hecho en un territorio de alto riesgo. No cabe entender un ejercicio de autodestrucción política tan palmario el no darse cuenta de los efectos perversos que tiene esta crisis para los dos socios.
Son los dos los que van a capitalizar el malestar, son los dos los protagonistas de esta crónica del desamor. Si no son conscientes de ese peligro de naufragio es que hace tiempo han perdido la más elemental conexión con el principio de realidad.
Y eso que en el caso de la llamada coalición progresista no tuvo una génesis precisamente épica. Fue fruto, como casi todos los arreglos en política, de un matrimonio de conveniencia, forzado expresamente entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias ante la evidencia de que el choque frontal que habían protagonizado para no ceder posiciones en un eventual gobierno de coalición comenzaba a desgastarles.
A los socialistas les salían sarpullidos hablar del pacto con Podemos, un movimiento muy diferente a la socialdemocracia tradicional que había venido precisamente a impugnar el sistema. Y los morados aún seguían muchos de ellos instalados en la cultura del ‘sorpasso’.
La experiencia de la coalición ha sido compleja y ruidosa, y ha tropezado con un serio obstáculo con la polémica por la aplicación de la ley del ‘solo sí es sí’, con un marco mental de discusión que pone a la defensiva las tesis del Ministerio de Igualdad. No percatarse de los efectos sociales de determinadas excarcelaciones es no tener los pies en el suelo y regalar muchas banderas al populismo de derechas.
Ahora bien, con la misma fuerza con la que cabe criticar a Irene Montero su falta de cintura en la ley del ‘solo sí es sí’ hay que destacar su triunfo al sacar adelante la ley trans basada en la autodeterminación de género con una serie de exigencias que planteaban dudas en un sector del PSOE. Será, en todo caso, el tiempo el verdadero juez que determinará si estos temores estaban fundados o no. Pero muchos de esos cambios han venido para quedarse.
La crisis de la coalición puede tener otras derivadas como es la división del movimiento feminista y la llegada de nuevos debates alrededor de los derechos civiles y de las minorías LGTBI. Más allá del maniqueísmo simplificador hay una cuestión de fondo sobre los derechos en juego que no puede soslayarse.
Las sociedades cambian y evolucionan, también, porque hay minorías dispuestas al activismo de vanguardia, que han abierto debates frente a las posiciones refractarias de los demás. La pérdida de influencia de la Iglesia Católica y la secularización en Europa contribuye a esa transformación sociológica.
Que la derecha española hoy no tiene el mismo discurso ante el universo gay es una verdad como un templo, aunque todavía subsista una cultura homófoba y machista en un importante segmento de la sociedad española. Pero las élites culturales en España influyen de forma decisiva. El peso de una serie de Netflix es determinante para marcar tendencia.
El pulso ideológico se libra en ese terreno de juego. Lo ocurrido en Escocia no es algo baladí. Una de las razones de la dimisión de la ministra principal, Nicola Sturgeon, es la ley trans y el rechazo de una parte sensible de su electorado.
El caso de Isla Bryson, la mujer transgénero que cometió abusos sexuales cuando era hombre y fue recluida en una prisión femenina, reavivó las críticas a Nicole Sturgeon por su gestión de la ley trans. El nacionalismo escocés es un movimiento muy transversal, en donde convive el antiguo voto laborista de las ciudades rojas con un nuevo voto independentista en clave de bienestar económico y un profundo sentimiento europeísta. Pero también encerraba una parte de voto conservador.
Son debates nuevos, que dividen a los partidos viejos, que agudizan los conflictos intergeneracionales.