Mi abuela, tras limpiar, fregar, lavar y demás verbos de la primera conjugación, se sentaba en la mecedora y se pasaba el resto del día mirando por la ventana. Solo desviaba la atención hacia el televisor para ver el parte meteorológico.
Estaría enamorada de José Antonio Maldonado porque, si no, no se explica: como nunca salía de casa, en teoría no habría de importarle demasiado que cayeran las lluvias de Ranchipur o que soplaran vientos hipohuracanados. Pero ahí seguía, meciéndose entre isobaras, hasta que Maldonado anunciaba la llegada del verano y ella decía: «Pues nada, enseguida están aquí las Pascuas». Y yo, sudando como un pollo a l’ast, la miraba como si estuviera loca. No lo estaba. Era una adelantada, no a su tiempo, sino a las estaciones.
Exactamente igual que Isabel Preysler, que ya está fraguando un programa donde «nos abrirá las puertas de su casa para mostrar cómo prepara una de las épocas más especiales del año». La Navidad, aclaro. Y no la preparará ella, sino dos pijas que dicen ser estilistas de eventos porque ni las notas ni las cabezas les dieron para sacarse un grado a distancia en Diseño de Interiores, deduzco.
Pero antes, Preysler, profesional de lo que sea que es, bajará de su cielo alicatado por Porcelanosa, se hará carne (exigua) y habitará entre los invitados a la boda de Tamara e Íñigo, dos seres tan emprendedores que se han convertido en negociantes de sí mismos. Carmen Balcells, la todopoderosa agente literaria, le pagaba a Vargas Llosa un sueldo para que solo se dedicara a parir novelones; ¡Hola! se lo paga a Isabel para que para los suyos. La vida es una ficción, y la de Preysler es más que ninguna otra. Pero ella nació para ser mirada; mi abuela, para mirar.