Como miles de periodistas, escribo hoy con dolor y emoción sobre la muerte de Francisco. Y lo hago comenzando con una evocación de Mario, un empleado ferroviario italiano que emigró a Buenos Aires y allí se enamoró de Regina, también del mismo origen. Tuvieron cinco hijos. El mayor, Jorge Bergoglio, que vivía a dos calles de Di Stefano, ha sido el Papa número 266 de la Iglesia.
Francisco, que así quiso llamarse en honor de San Francisco de Asís, ha sido el primer Papa jesuita y el primero latinoamericano, sucediendo en el pontificado a dos grandes figuras europeas no italianas: Juan Pablo II y Benedicto XVI. Admirador de sus predecesores, pero con personalidad propia, Francisco ha puesto el acento en la caridad y la defensa de los pobres.
Después de muchos siglos de Papas europeos, se rompió la tradición cuando el 13 de marzo de 2013 el Cónclave cardenalicio escogió a un argentino al frente de la Iglesia Católica, que cuenta con 1.400 millones de fieles en todo el mundo de los que casi la mitad, el 49 por ciento, son americanos.
La nacionalidad ha marcado en gran medida su carácter personal. Su espontaneidad ha sido llamativa. Contaba anécdotas de su propia vida, por ejemplo de cuando era obispo:
«Recuerdo una vez en Buenos Aires (...) a una señora chiquita, muy simple, toda de negro como las campesinas del sur de Italia cuando están de luto. ¡Pero tenía unos ojos espléndidos! Era portuguesa. Establecimos un diálogo:
- ¿Quiere usted confesarse?
- Sí.
- Pero si usted no tiene pecados...
- Todos tenemos pecados - contestó ella.
- Esté atenta. Quizá Dios no le perdone- seguí bromeando.
- ¡Dios perdona todo!
- ¿Y cómo sabe usted esto?
- Si Dios no perdonase, el mundo no existiría»
Esta anécdota, que relató él mismo, es reveladora del modo de ser de Francisco: la sencillez, el buen humor, su capacidad de aprender de todos.
Al poco de su pontificado ya destacaba su empeño en salir al encuentro de la humanidad doliente, comenzando por su primer viaje a Lampedusa y por sus otras visitas a países pobres. No visitó España, ni Francia, ni Gran Bretaña, ni Alemania, pero sí países remotos con minoría cristiana y aldeas que nunca habían salido en los noticiarios.
Quiso una Iglesia centrada en el núcleo del Evangelio. Repartió ediciones del Nuevo Testamento, pidió a sus auditorios cristianos recordar la fecha de su bautismo, y evitó polemizar sobre temas marginales.
El ecumenismo no lo cultivó como una interminable discusión teológica, sino como fruto de mirar juntos cómo ayudamos a los desfavorecidos, desde las aldeas pobres de Brasil a las chozas de la República Centroafricana. Firmó comunicados conjuntos con líderes musulmanes en favor de la paz y en contra de cualquier guerra en nombre de la religión. Es simbólico que desde el hospital Gemelli y con dificultades respiratorias no quisiera perderse la llamada telefónica diaria a una parroquia de Gaza que acoge a refugiados.
En los últimos tiempos se planteó renunciar por problemas de salud, como Benedicto XVI, pero vio que la voluntad de Dios era otra y se acomodó a ella como durante toda su ejemplar vida desde que entró en el Compañía de Jesús hasta su fallecimiento ayer a los 88 años.