Uno, dos, tres... un centenar, dos, mil y así hasta más de 2.000 libros. Este es el número de ejemplares que he conseguido arrastrar por cuatro países en decenas de cajas. Algunos se han perdido por el camino. Otros los deseché creyendo poder vivir sin ellos. Me equivoqué porque recuerdo todos y cada uno de los libros de Enid Blyton que un día decidí dar, y hoy, su ausencia, me provoca un dolor intenso. Compro los libros siguiendo un ritual exacto. Me tiene que gustar la portada. No tiene que ser bonita, pero me tiene que gustar. Algo en la contra tiene que llamarme la atención. Hay palabras clave: Japón, Antártida, soledad, neurociencia, navegación, bibliotecas. Como muchas personas almaceno en mi biblioteca personal tomos que ni siquiera he empezado ni ojeado la primera página. Pero prefiero una biblioteca llena a una cuenta corriente llena y así me va en la vida. A este fenómeno ya le dieron un término en Japón en el siglo XIX: tsundoku. O, en otras palabras, el hábito de comprar libros y acumularlos sin llegar a leerlos, aunque con intención de hacerlo. A mí me gusta verlos apilados por todas partes, incluso en el baño. Uno encima de otro, al lado, compartir ese espacio. Un arquitecto famoso me preguntó una vez en Mallorca cómo sería mi casa: una biblioteca con cocina, dormitorio y bañera, le dije. Extrañamente el único día que no compro libros es hoy...
Tsundoku
22 abril 2025 20:36 |
Actualizado a 23 abril 2025 07:00

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Un articulo de Natàlia Rodríguez
Directora
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