Los que somos sinestésicos tenemos, con frecuencia, nostalgia del futuro. Ningún doctor, ni siquiera los de ingeniería que saben explicarlo todo ni los estudiosos del alzheimer han sabido dar una justificación a este fenómeno porque no les interesa la sinestesia, un afortunado atributo que ayuda a la nemotecnia de los que la disfrutamos.
El futuro, por sabia definición de Alejo Carpentier, es fabuloso. Él decía que lo era «todo el futuro», sabedor de que el futuro no existe, que es una fabulación incógnita y que sobre él nos desahogamos o nos torturamos desarrollando la virtud teologal de la esperanza. Una de las expresiones más esperanzadoras que ha creado el hombre es la sentencia china que reza: «Siéntate ante la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo», cosa que no me consuela porque hace años decidí no tener enemigos, lo que me ahorra esfuerzos vanos, mal sabor de boca y tener que sentarme ante la puerta de mi casa. Así la cosa, solemos invocar a la suerte cuando vislumbramos el futuro. «Voy a tener suerte», decimos ante un décimo de lotería o ante una prueba, sin pensar que la suerte no es un concepto apriorístico, pues sólo se sabe de ella cuando ya sucedió lo esperado y sólo entonces podemos decir que hemos tenido o no suerte. En eso de la lotería, soy partidario de esperar que me toque el gordo sin haber comprado un solo décimo; eso sí que es suerte, lo demás es cálculo de probabilidades, que siempre falla. Jugaré a la lotería cuando me dejen comprar una participación el día después del sorteo, que es la única garantía de que me tocará el gordo.
«El azar es curioso y provoca las cosas», cantaba Charles Aznavour en Je n’ai rien oublié, una canción que promete un futuro tras un pasado desafortunado. Esta lección del cantante armenio nos hace cavilar si realmente después de un pasado negativo puede sobrevenir un futuro positivo. La filosofía y la ciencia nos dicen que el efecto no puede ser superior a la causa. Por tanto, si miramos a nuestra espalda veremos hasta dónde puede llegar el porvenir. Pintarlo de colores, amigo Carpentier, es una ilusión con la que nos reconfortamos gratuitamente. ¿No se casa la gente para vivir una vida más prometedora que la pasada? Porque si no nos prometiera mejoras, nadie se casaría. Y a eso se le llama tener ilusión, palabra que conjuga con la de ser un iluso. Triste porvenir.
Pero vayamos al futuro de la Humanidad. Siempre ha sido oscuro y ahora, más. Siempre ha habido amenazas de guerra e incertidumbres tristes. Nos atrevemos a decir incluso que nuestros hijos heredarán un mundo peor que el que nos dieron a los que ahora somos maduros. Y el futuro de España va, más o menos, por el mismo camino: nos engañamos con una Transición llena de traiciones capitaneada por un pillo que llevaba corona. Luego han venido una tras otra las crisis que nos han debilitado. Nos consuela pensar que gozamos de teléfonos móviles y poca cosa más. Nadie se atreve a hablarnos del futuro porque le llamaremos mentiroso, cosa que han sido siempre los que nos han gobernado, mentes pensantes en medrar en beneficio propio. Y sin embargo, sentimos nostalgia de ese futuro que nuestra naturaleza nos obliga a pensar que será mejor.
Nos queda un clarividente retrato de lo que puede y debe ser el futuro, escrito verso a verso por Gabriel Celaya en La poesía es un arma cargada de futuro. Un poema rotundo que nos anima a recordar que el futuro es un compromiso y una necesidad que hemos de satisfacer mientras pensamos que no hay presente sin un plan de futuro, sin evocar con nostalgia esos recuerdos del devenir. Celaya escribía de forma inmejorable aquello de: «Cuando ya nada se espera personalmente exaltante, más se palpita y se sigue más acá de la consciencia, Fieramente existiendo, ciegamente afirmando, como un pulso que golpea las tinieblas, que golpea las tinieblas».