Las consultas son auténticos platós científicos; una suerte de habitáculos submarinos y asépticos que rezuman seguridad y eficiencia. Blancos inmaculados, destellos cromados y una maquinaria que no hace ruido.
No creo que haya sido una diseñadora de interiores al uso quien se haya hecho cargo del proyecto. Supongo que serán las casas comerciales o las empresas especializadas las que sabrán el lugar exacto donde debe ir cada elemento, salvo la sala de espera, donde el miedo se cuela por las rendijas, haciendo del habitáculo un terreno pantanoso. Muchas veces, cuando entras y dices buenos días, tienes ganas de gritar que la ciencia no lo es todo.
Uno también se cura, se alivia o soporta mejor un tratamiento con una sala de espera diseñada para atenuar los temores pero, da igual privada que pública, en el momento en que te sientas a esperar tienes la sensación de que allí se acabó el presupuesto.
Espacios pequeños, recodos frente a la recepción, ausencia de ventanas. Una hilera de sillas resbaladizas, inamovibles e iguales, que durarán hasta que el dentista se jubile rodean las cuatro paredes presididas por un plasma silencioso donde se ven escenas de la guerra de Ucrania o, con un poco de suerte, a dos cocineros haciendo chistes que no puedes escuchar.
Los pacientes se miran entre sí, tratando de adivinar el tipo de tortura al que van a ser sometidos. Se compadecen en silencio, porque hablar con el enfrentamiento del diseño o la escasa intimidad sería una osadía.
Ni rastro de imaginación, de flores, de juegos o de un hipnótico acuario. Es un espacio perdido, un requisito a cumplir. Entre las muchas cosas que se llevó la pandemia (especialmente la confianza) figura esa mesita central donde unas revistas sobadas te daban la oportunidad de adentrarte en el mundo del más allá de la puerta que se abre recitando los nombres de los pacientes.
La espera es algo esencial, un preámbulo lleno de cautelas y presentimientos que los facultativos deberían tener en cuenta puesto que trabajan con seres humanos. El concepto de espera ha recobrado su estatus con la escasez de profesionales, pero algunos no se han dado cuenta y menosprecian la desnudez y el abandono que desprenden sus salas de espera.
Ahora que tengo una edad propensa a las visitas médicas y me he vuelto picajosa, voy a empezar a elegir a los médicos por su sensibilidad. Estoy hasta el moño de la corriente heladora que se cuela entre la tecnología y los beneficios.
Yo necesito mimos cuando siento incertidumbre o temor, y no una silla indigna donde se me va la vida simplemente en sostenerme.