En la administración de Lotería, media docena de personas forma una cola que sale hacia la acera sin estorbar a los que pasan. Es mediodía, y a esas horas la gente va cargada con bolsas, habla por el móvil, tiene un propósito en la fijeza con que camina. Sin embargo, los que esperan frente al lotero lo hacen separados unos de otros. Están ausentes y extrañamente solos, como si para convocar la suerte fuera necesario hacerlo así. Me dan ganas de acompañar a la mujer que tiene las manos en el bolsillo del plumífero y la mirada perdida: la imagino sopesando qué haría con el dinero, si le daría para poner radiadores o si podría comprarse un coche nuevo. El jubilado que está delante de ella, en cambio, parece pensar en viajes, en dónde se iría si le tocara un pellizco, y se imagina llevando a sus nietos a la final del Mundial de Catar.
Los deseos nos vuelven transparentes, por eso no sé si iría a comprar lotería sola o acompañada, lo mismo que tampoco tengo claro si es mejor ir al hospital a hacerse una prueba solo o acompañado. Conocí a un hombre que le contó a su familia el resultado de su colonoscopia cuando tuvo la fecha para entrar al quirófano, pero también conozco a gente que para una revisión con el médico de cabecera crea un grupo de wasap.
Supongo que hay un refugio en la soledad cuando no sabemos lo que va a pasar. Sin embargo, entre todas las incertidumbres a las que nos enfrentamos, hay una que se lleva mejor en grupo: ver lo que hace España en un partido del Mundial.
Una victoria se desea unidos. En un momento en el que podemos ver un partido en cualquier dispositivo, ya sea desde el móvil en la mano a una pantalla de ordenador en la oficina, hay una fuerza involuntaria que hace que las cabezas se acaben alineando, los cuerpos se buscan unos a otros hasta agruparse, y, al final, el fondo verde del campo acaba atrayendo las miradas como lo hace el chirrido de las ruedas de un frenazo en plena calle.
¿Qué esperamos ver? ¿El desenlace o algo más? ¿Qué esperamos de un partido en el que somos la selección más joven de toda la competición, sobre todo en un Mundial en el que todo lo que queda fuera del campo ha atraído más miradas de las habituales?
El juego, este juego, nos une sin distancia de seguridad y con pasión indisimulada, y con la venia del fútbol uno puede ver a media oficina de pie sin trabajar y que no pase nada, salvo lo más importante de aquellas cosas que no tienen importancia: el fútbol, o eso que nos hace desear en voz alta y volvernos transparentes sin miedo.
Ojalá sucediera lo mismo en Catar, un país que ha logrado ser la sede de la competición más deliciosa del mundo y que, en vez de saborearla, muchos sentimos que nos la estamos tragando con la nariz tapada.
Es imposible no sentir extrañeza en el deseo que despiertan los mundiales, al ver partidos como el de Estados Unidos contra Gales o Argentina contra Arabia.
Hoy cabe preguntarse qué nos jugamos cuando jugamos como país, pero también qué nos jugamos nosotros desde aquí cuando vemos los partidos en Catar, y la normalidad ocupa el plano de las flamantes gradas del estadio Al Thumama, con la normalidad de los afectos y las pasiones, todos soñando juntos, sin distancia interpersonal, tan transparente todo, hasta lo que está prohibido.
Uno puede pensar que nos jugamos la porra del gimnasio, una estrella en el pecho o una buena fiesta, pero en realidad nos jugamos el derecho a desear. Y ese derecho no tiene precio, aunque paguemos por él como si fuera lotería.