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El fracaso de tantas y tantas experiencias comunitaristas

17 octubre 2022 19:43 | Actualizado a 18 octubre 2022 07:00
Sergio Nasarre Aznar
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Leyendo el otro día la entrevista al arqueólogo E. Carbonell (Diari de Tarragona, 16-10-2022), me sorprendió de nuevo su capacidad de defender, a la vez, ser independentista pero no nacionalista, no ser creyente pero tampoco creer en la capacidad del ser humano para labrarse un futuro (según parece, aún somos medio monos) y lo de aborrecer la jerarquía, pero creer que una especie de anarquía comunitarista mundial será nuestra salvación. Dejando aparte las dos primeras consideraciones (cuya posible conciliación escapa a mis limitados conocimientos), me centro en esta última y en sus tremendos fracasos históricos, que se alargan hasta nuestros días.

Münster, año 1534. Protestantes anabaptistas crean una comuna milenarista («el mundo se acaba»; supongo que les suena) en dicha ciudad alemana, acabando con las ‘jerarquías’ y la propiedad privada (la archienemiga de los comunitaristas), generando una especie de ‘protosocialismo’. El resultado fue una teocracia radical y la comunidad absoluta de bienes... y de mujeres: el holandés Juan de Leiden, uno de sus líderes, tuvo 16 esposas en pocos meses. En fin, derivó en hambrunas y un régimen del terror con cientos de muertos (sí, mucho antes que Robespierre y el Terror revolucionario francés, una inspiración para Lenin). Por cierto, estudié una parte de mi doctorado en Münster y vi las jaulas donde encerraron a Juan y a dos amiguetes suyos al finalizar la comuna, colgando en la iglesia de San Lamberto, donde parece que siguen.

Desde ciertos sectores nos siguen vendiendo el ‘paraíso perdido’ y ‘el buen salvaje, quimeras a las que nunca llegaremos

París, en 1871, creó el considerado primer gobierno de ‘clase obrera’ (socialismo autogestionario) en el marco de la guerra franco-prusiana, cuando esta ya estaba perdida para los franceses, que fue idealizada tanto por Marx como por Bakunin: laicidad, expropiaciones, remisión de alquileres impagados, fábricas autogestionadas, régimen asambleario, etc. En fin, la comuna de París duró dos meses, represión mediante, y su resultado al acabar su fútil resistencia fueron 20.000 muertos, 40.000 detenidos, 7.000 deportados, además del incendio de 200 edificios y monumentos por parte de los comuneros, entre ellos el Palacio de Justicia, el Ayuntamiento y la Biblioteca imperial, más una ley marcial durante 5 años. Para no olvidarnos de aquello, ha quedado la Basílica del Sacré-Coeur en Montmartre.

Pero vaya. La Unión Soviética, 1918. Lenin deroga la propiedad privada, iniciando un proceso de expropiación y nacionalización de la tierra, que provocó la deportación de millones de campesinos propietarios al mundo urbano, donde vivieron hacinados en kommunal ‘naya kvartira, apartamentos colectivos de 2 a 7 familias con derecho a uso de elementos comunes, donde escaseaban los derechos humanos: la cocina comunal era especialmente peligrosa si eras escuchado por un vecino miembro del partido, comentando depende qué.

Por su parte, los kibutz comunales israelíes fueron privatizándose a partir de los años 90, deseando la propiedad privada, mientras Dinamarca vio como a partir de 2001 desaparecían prácticamente todas sus viviendas cooperativas de uso (Andel), a causa de la falta de libertad de sus miembros, de la claustrofobia y del nepotismo. No deja de sorprender que, hoy en día, ciertas ciudades en nuestro país utilicen suelo y dinero públicos para recuperar estas formas de vida sin tener en cuenta sus ‘resultados’ pasados, más allá de los entornos donde puedan resultar especialmente útiles y garantistas de los derechos humanos.

Mejor nos iría siendo más pragmáticos y más humildes, siendo conscientes de nuestra limitada naturaleza y actuando en consecuencia

Pero este no es el único ejemplo de fracaso comunitarista que se repite una y otra vez. Sin olvidarnos de la comunidad Oneida (USA, 1848-1881), donde la propiedad y el matrimonio eran comunales y que colapsó convirtiéndose en una empresa de cubertería, nos centramos en Jonestown, Guyana, 1974-1978. De nuevo, como en Münster pero 444 años después, otra secta milenarista... que acaba en 918 suicidios. El fundador de dicha comunidad utópica, Jim Jones, prometió a sus creyentes el paraíso en la tierra. Pero les hacía trabajar de sol a sol, estaban infraalimentados y se les drogaba; mientras los niños quedaban al ‘cuidado’ comunal. La vivienda y la vida de los creyentes también era comunal (dormitorios, comedores, letrinas) y estaba supervisada, mientras Jim comía bien y vivía en su propia casa con aire acondicionado (esto, supongo, también les suena).

Finales del año 2022. Ay, el metaverso, corriendo sobre la tecnología blockchain que es espoleada desde 2008 por libertaristas cyberpunks (anarquistas), promete un mundo virtual ideal donde todos seremos felices enchufados a máquinas y fuera del control jerárquico de las instituciones, comunicándonos P2P. Solo les faltan los nanochips de Taiwán para absorbernos a todos en su taza Mr. Wonderful. Lo que puede pasar a partir de 2023 ya se lo expliqué en el artículo ‘La silla gamer definitiva’ (Diari de Tarragona, 30-12-2021), que pueden recuperar fácilmente en internet.

En fin, que no aprendemos. Que desde ciertos sectores, siempre los mismos (véase historiadores como Harari y sus followers), nos siguen vendiendo el ‘paraíso perdido’ y ‘el buen salvaje’, ambos llenos de felicidad absoluta gracias a la omnipotencia del ser humano, quimeras a las que nunca hemos llegado ni nunca llegaremos y que por el camino nos llevan de desastre en desastre. Mejor nos iría siendo más pragmáticos y más humildes, siendo conscientes de nuestra limitada naturaleza y capacidades y actuando en consecuencia.

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