Oriente Medio vuelve a ser un polvorín. En realidad, nunca ha dejado de serlo, si bien el ataque sorpresa por tierra, mar y aire perpetrado ayer sobre Israel desde Gaza por el grupo islamista Hamás supone escalar muchos peldaños en la escalada belicista. Más de cien muertos y mil heridos dejó esta ofensiva sin precedentes que pilló completamente desprevenido a Israel, que, como es habitual, respondió con una serie de bombardeos de represalia sobre Gaza que dejó cientos de víctimas mortales. La situación está totalmente desbocada, reina el caos y las autoridades hablan ya sin tapujos de guerra, por lo que decenas de miles de reservistas israelíes han sido movilizados a filas. Evidentemente, las dimensiones de la operación –Hamás reconoció haber lanzado cinco mil misiles, aunque Israel los reducía a la mitad; muchos, en todo caso– y el modo como se ha llevado a cabo la incursión de cientos de militantes de Hamás evidencian que no se trata de una escaramuza más de las muchas que se han sucedido en estos territorios, sino de un hecho muy grave que tendrá fatales consecuencias. Como no podía ser de otra forma, la comunidad internacional se ha apresurado a condenar enérgicamente los ataques y a reconocer el derecho del estado judío a defenderse. En efecto, la acción de Hamás merece una condena sin ambages.
Dicho esto, urge buscar una solución a un conflicto enquistado durante demasiado tiempo y que lleva muchos años llenando de muertos y de inestabilidad esta zona del planeta. Urge que la comunidad internacional intervenga y medie entre las partes en conflicto para llegar a unos acuerdos mínimos que garanticen una convivencia pacífica entra israelíes y palestinos. Porque la historia ha demostrado que la política del ojo por ojo y diente por diente solo servirá para dejar ciegos a todos e incrementar una espiral de violencia y odio que se retroalimenta y que no acabará nunca. La diplomacia y la paz merecen una oportunidad y un esfuerzo.