Tras leer lo que dicen especialistas en sanidad exterior, podemos atrevernos a dudar en voz alta de algunas de las medidas que se nos están imponiendo, y que, por si a alguien se le había olvidado, tienen el ligero inconveniente de representar limitaciones de derechos fundamentales, lo que obliga a un examen riguroso de su utilidad y su necesidad.
Se trata de la prohibición absoluta de desplazamiento entre comunidades autónomas que pesa sobre todos los españoles, mientras se permite en cambio que los extranjeros se acerquen a cualquiera de nuestras ciudades con el solo objetivo de holgar y alternar tanto como les sea posible. Para ello no es óbice que provengan de países donde la incidencia acumulada duplica o triplica o incluso octuplica la del lugar español que los acoge, ni tampoco que esa incidencia derive de la presencia de cepas más peligrosas del virus.
Pongamos un ejemplo: un habitante del área metropolitana de París, Roma o Berlín, donde la situación no es boyante, puede venir a mezclarse con nosotros en bares, terrazas, restaurantes, teatros, cines y tiendas, pero un habitante de Madrid, con la mitad de incidencia o menos, no puede ir a encerrarse en su casa de Segovia. O en la vacía casa de su pueblo de Cáceres. O en su apartamento de Alicante. Y lo dicho para el madrileño vale para los otros muchos ejemplos en los que un español puede querer hacer cosas inocuas –o mucho más inocuas que las que mueven a esos extranjeros– en otra comunidad autónoma.
¿De verdad hemos de aceptar que solo reprimiendo a los españoles y dando facilidades al turismo exterior salvaremos a nuestra hostelería y contendremos el virus? ¿Y si la solución fuera reprimirnos menos y organizar mejor la represión, para que evite lo que nos perjudica y posibilite lo que nos alivia?