Hace unas semanas adquirí un televisor para la sala de mi nuevo piso, donde poder disfrutar de mi querida colección de DVD. Mis hijas y yo decidimos inaugurar el nuevo aparato con una sesión palomitera de cine, y tras una rápida negociación para elegir un título digno para la ocasión, finalmente los tres acordamos ver una fantástica película que nunca me canso de repetir: Los intocables de Elliot Ness. En efecto, si me preguntasen por una cinta con más talento transversal acumulado, probablemente me decantaría por esta crónica de los últimos días del imperio de Al Capone.
Sin duda, la Paramount apostó fuerte en cada uno de los pilares que sostienen esta obra maestra. Fue dirigida por Brian De Palma, sobre un guión de David Mamet, con una inolvidable banda sonora de Ennio Morricone, un deslumbrante vestuario de Giorgio Armani, y unas soberbias interpretaciones del trío protagonista: Kevin Costner, Sean Connery y Robert De Niro. El trabajo de este último para interiorizar la personalidad de Capone ha pasado a la historia del cine. El intérprete neoyorkino, actor de método, se alojó una temporada en la zona donde vivía el mafioso, junto al hoy desaparecido Hotel Lexington, conocido como «El Castillo de Capone». Durante ese tiempo engordó quince quilos, utilizó ropa interior de seda como la que vestía el gánster, encargó sombreros confeccionados con la horma del personaje real, e incluso logró que se recuperasen sus utensilios de manicura personal para la escena inicial.
Pese a todo, como ocurre frecuentemente en esta vida, muchos de los aciertos de esta obra fueron fruto casi del azar. Costner, protagonista de la película, fue sólo una de las múltiples opciones que se barajaron para encarnar a Ness: Nick Nolte, Tom Berenger, William Hurt, Jack Nicholson, Don Johnson, Jeff Bridges, Mel Gibson, Michael Douglas, Harrison Ford… En caso de haberse optado por cualquiera de estas alternativas, el resultado global habría sido indudablemente diferente. Algo parecido pasó con su antagonista. Las primeras conversaciones en busca de un actor que se metiera en la piel de Al Scarface Capone fueron con Bob Hoskins, pero la aceptación posterior de De Niro hizo declinar esta posibilidad. Los productores compensaron a Hoskins con un generoso cheque a cambio de nada, y éste telefoneó a Brian De Palma ofreciéndose para cualquier otro papel en el que pudiera no participar.
Incluso una de las escenas más celebradas de la cinta, el tiroteo en la estación de Chicago, no estaba prevista inicialmente. Iba a desarrollarse en el propio tren, pero los productores la consideraron excesivamente costosa. De Palma se vio obligado a modificar la localización, y aprovechó el cambio para incluir un homenaje a la escena de las escaleras de El acorazado Potemkin de Eisenstein, especialmente evidente con la aparición de un grupo de marineros que recuerda a la tripulación que se sublevó en Odesa en 1905.
Este despliegue de talento y recursos no tuvo una digna recompensa en la ceremonia de los Oscar, en gran medida por haber coincidido con otra joya del séptimo arte, El último emperador de Bernardo Bertolucci, que arrasó con nueve estatuillas. Aun así, probablemente nos encontremos ante la mejor crónica cinematográfica sobre el amo de Chicago durante los años veinte, condenado por una cuestión aparentemente menor en comparación con el resto de sus truculentas actividades: no hacer la declaración de la renta desde 1925 a 1929. En efecto, el grupo de Eliot Ness consiguió descifrar la contabilidad de la trama gracias a la colaboración de su asesor financiero, Edward J. O’Hare, quien moriría asesinado en 1939 por una orden emitida por el propio Scarface desde Alcatraz. No deja de ser sorprendente que un gánster con semejante historial delictivo terminase rindiendo cuentas ante la justicia por una simple cuestión tributaria. Ya lo dijo Benjamin Franklin: «En este mundo solo hay dos cosas seguras: la muerte y pagar impuestos».
Me ha vuelto a la cabeza la curiosa caída en desgracia de Al Capone al conocer la investigación que la administración norteamericana ha emprendido contra el entorno de Donald Trump. The New York Times ya informó en septiembre de que el entonces presidente de EEUU no había declarado ningún tipo de ingresos en diez de los últimos quince ejercicios fiscales. Y en los años anterior y posterior a su llegada a la Casa Blanca, sólo pago 750 dólares en impuestos federales. Las pesquisas que actualmente lleva a cabo el fiscal del distrito de Manhattan, Cyrus Vance, se centran en su conglomerado empresarial, sobre el que pesan varias acusaciones formales como hurto mayor, fraude, conspiración y falsificación documental. Como ya sucediera en 1931, las autoridades han puesto la diana sobre su asesor financiero, Allen Weisselberg, quien ya ha sido imputado. Según The Washington Post, la Fiscalía confía en que este directivo termine testificando contra el líder republicano para negociar una reducción de cargos.
A día de hoy, nadie duda de que el expresidente estadounidense gestiona habitualmente sus asuntos políticos y empresariales superando holgadamente la fina línea que separa el delito de la ingeniería legal. En el pasado, hubo dos intentos fallidos de actuar contra Trump a través de un impeachment, el último por el cargo de incitación a la insurrección, tras el asalto al Capitolio que acabó con la muerte de cinco personas. Volvería a resultar paradójico que un personaje con semejante historial a sus espaldas (recordemos, por ejemplo, los cientos de menores separados inhumanamente de sus padres indocumentados) terminara sucumbiendo ante la justicia por sus problemas fiscales. Sin duda, habrá quien considerará excesivo comparar las trayectorias de Trump y Capone, aunque me reconocerán que muestran ciertos paralelismos. Como decía Mark Twain, «la historia no se repite, pero rima».
Colaborador de Opinió del ‘Diari’ desde hace más de una década, ha publicado numerosos artículos en diversos medios, colabora como tertuliano en Onda Cero Tarragona, y es autor de la novela ‘A la luz de la noche’.