«La gente se insensibiliza, los fallecimientos se ven como simples números», se lamenta con impotencia César Carballo, médico de Urgencias en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid. Sí, cada día muere en este país una media de 500 personas y es como si no pasara nada, como si se tratara de simples números. Y no lo son; son vidas humanas, padres, madres, abuelos, hijos, tíos, hermanos… todos con un nombre propio, con unos sueños, con unos anhelos, con gentes que les quisieron y que hoy están rotas por el dolor. Quizá la explicación sea, como sugiere la socióloga Elisa Chuliá, que «las sociedades se van adaptando, individual y colectivamente, a todas las situaciones porque para poder seguir viviendo se normaliza lo anormal».
Sí, puede que esta insensibilidad sea un mecanismo de defensa para tratar de seguir adelante en medio de semejante tragedia. Es humano, sí, pero no se puede obviar que la gente se muere por culpa de este maldito virus. Ni podemos ni debemos hacerlo. Por eso hay que insistir y apelar a esa parte de la población que sigue saltándose las normas y poniendo con ello en peligro a todos y concienciar también a esos políticos que, en base a no se sabe muy bien qué cálculos, evitan establecer restricciones duras aunque tengan la certeza de que con ellas salvarán vidas.