Contado por él mismo (bueno, más bien por Jaume Martell, el actor que le da vida), Luis Pons d’Icart reconoce que un amigo suyo le apoda ‘el ruinas’, por la obsesión que tiene por proteger, inventariar y estudiar todas las piedras de origen romano que encuentra por la ciudad. Muchas están siendo picadas y reutilizadas sin ninguna consideración para nuevas construcciones.
Todo sucedía en el siglo XVI, aunque ayer se podía retroceder en el tiempo para escucharlo. Pasaba durante la visita teatralizada ‘Tarragona a través dels ulls de Pons d’Icart’, organizada por el Museu d’Història y producida inicialmente por la URV. Durante la misma el propio personaje se encargaba de realizar un recorrido por la ciudad de su época que arrancaba en el Amfiteatre.
Pons de Icart nació en Tarragona hacia el 1520 (no se sabe la fecha) y vivió unos 60 años; una vida dilatada para la época. Nieto de gobernadores de Nápoles, estaba emparentado, por parte de madre, con los Icart, señores de Torredembarra y también con el arzobispo Antonio Agustí, el humanista que trajo la imprenta y la universidad a Tarragona.
Estudió derecho, ejerció de juez general de apelaciones de la ciudad y de abogado del Capítulo de la Catedral, pero era sobre todo un hombre del renacimiento y su auténtica pasión eran las piedras.
La Rambla era campo
A Pons d’Icart se le reconoce como el primer arqueólogo de la ciudad, aunque se hace con la boca pequeña, teniendo en cuenta que tuvo algún error clamoroso, como cuando interpretó que lo que hoy se sabe que era el Amfiteatre era el teatro de la ciudad en época romana.
En el Amfiteatre aprovecha para mostrar cómo era Tarragona gracias a un cuadro de 1563 donde se puede apreciar una ciudad metida dentro de las murallas y donde prácticamente todos los alrededores (incluido lo que hoy es la Rambla Nova) era campo.
El siguiente punto de la ruta, que se hace caminando, es el Circ, así que no tiene desperdicio ver las caras de la gente que se va topando de frente con el personaje medieval seguido, unos pasos más atrás, por una veintena de personas.
En el Circ el actor aprovecha a varios de los asistentes a la visita para que hagan de personajes históricos para representar la intrincada relación de parentescos reales y luchas de poder de la época. Eso sí, advierte que no es bueno encariñarse con ninguno de los personajes porque algunos duran más bien poco.
Desde un principio el abogado insiste en que a Tarragona se la ningunea. No entiende, por ejemplo, que se hable del Reino de Aragón y no el reino de Tarragona si en la época romana ya existía la provincia de la Tarraconennsis.
En este sentido, tiene más de una espina clavada. Una es que el hasta entonces obispo de la ciudad, Girolamo Doria, que estuvo 28 años en el cargo y era el responsable último de los impuestos que pagaban los tarraconenses, en todo ese período no puso un pie en la ciudad.
También se entera de que en Madrid un escritor de la corte está elaborando un libro sobre las ciudades de España en el que habla de la antigua Tarraco sin ningún tipo de rigor.
El recorrido también permite hacerse una idea de las aficiones de este hombre a quien le perdían los libros, un gusto muy alejado de lo que su padre, militar, quería para él.
Como para indignarse
En uno de los momentos Pons d’Icart y quienes le acompañamos nos detenemos en la calle Mercería, un sitio que al abogado le hace hervir la sangre. Cuenta que allí mismo se peleó con un paleta que estaba picando una piedra romana que tenía una inscripción. Antes había encontrado otras, todavía en la pared, contra la que las mulas se restregaban. «Estas piedras son un tesoro», apuntaba. Fue algo que creyó a pie juntillas toda su vida.
Buscando la sombra llegamos al patio interior del antiguo ayuntamiento y actual oficina de turismo, donde Pons d’Icart da cuenta de que, por fin, pudo publicar su ‘Libro de las grandezas y cosas memorables de la metropolitana insigne y famosa ciudad de Tarragona’. Inicialmente escrito en catalán, en total fueron 300 ejemplares que se vendían a 3 reales cada uno. Corre el año 1572.
En la obra queda constancia de la obsesión de Pons d’Icart por preservar los restos arqueológicos y por interpretarlos, aunque no siempre acertara. Pero sobre todo da fe de una pasión desbordada por la ciudad. «Los arzobispos y los que mandan pasan, pero los que tenemos que velar por Tarragona somos nosotros», dice el actor que le da vida. Unas palabras que muy seguramente el personaje suscribiría.
Pons d’Icart se despide de nosotros frente a la Catedral mientras los grupos de turistas agolpados en las escaleras se paran a verle. Seguramente muchos no estarían hablando de la Tarragona romana si no fuera por él.