La bandera de Tuvalu es muy llamativa. En su esquina superior —al igual que en las de Australia, Fiyi o Nueva Zelanda— figura la Unión Jack de los colonizadores británicos. Y el resto lo ocupa un fondo del color de estas aguas azul turquesa y las nueve estrellas amarillas, que representan a los nueve pequeños atolones que componen este país. Mi pequeño avión llegaría al único de ellos que tiene suficiente espacio para albergar una pista de aterrizaje internacional. Al realizar la maniobra de aproximación, uno ya puede ir observando lo que se imaginaba: un minúsculo atolón rodeado de colorido arrecife, con escasa superficie de tierra emergente y en curiosa forma de bumerán australiano.
Al aterrizar —tras un sobrevuelo inicial a la pista, que luego entendería el porqué— tomamos tierra sin dificultad con el pequeño bimotor en una pista que ya ocupa casi media isla, circunstancia por la que después comprendería también otras cosas.
En tantos años de viajes, he tenido la oportunidad de conocer aeropuertos y terminales de lo más curiosas, pero este se lleva la palma. Y se la lleva porque, aunque algunas de las situaciones que aquí suceden ya las había vivido en otros aeropuertos, nunca me había coincidido presenciarlas todas juntas en un mismo lugar.
Cuando bajas del avión, compruebas que la pista de aterrizaje está sin vallar. Te llama mucho la atención también que la terminal es una pequeña y abierta maneaba polinesia, el lugar habitual de reunión de las familias, aunque sí es cierto que al lado ultiman una nueva terminal más ortodoxa. Y todos te observan al llegar, mientras realizan sus tareas cotidianas.
Una vez en tierra todos los recién llegados, y embarcados los que después se van, puedes contemplar en directo y a pie de pista el curioso protocolo de despegue. Hasta que el avión se pone en marcha, decenas de motos transitan por la pista sin restricción alguna, como si fuera la explanada de un aparcamiento, la gente cruza caminando la pista y muchos perros hacen sus necesidades olisqueando el asfalto.
Cuando el avión se dispone a salir, dos camiones de bomberos se dirigen hacia ambos extremos de la pista haciendo sonar sus sirenas para avisar del despegue y un par de coches de policía va espantado a los canes que por allí deambulan. La aeronave comienza su andadura desde la terminal y uno puede ir siguiéndola detrás hasta pie de pista, donde minutos más tarde despega sin contratiempos casi por encima de ti.
Una verdadera pasada visual, pero ahí no acaba todo. Como si fuera un pequeño estorbo o hubieran estado viendo tranquilamente un nuevo capítulo de la serie de televisión ‘La terminal’, todos los habitantes de la isla reanudan sus tareas cotidianas: los hombres se pasean en moto por la pista, los niños juegan al rugby o a una especie de críquet o, lo que más me llamaría la atención, las mujeres se ponen a secar la ropa en medio de la pista nada más despegar el vuelo. Casi increíble y como dice la frase: «si no lo ves, no lo crees».
En este mismo viaje había dormido sobre la pista del aeropuerto de Tarawa, en Kiribati, pero, al menos, aquel estaba vallado y vigilado por la noche. Aquí, los chavales salen de noche a charlar y tomar copas en la misma pista. Podría parecer una locura, pero si te paras a pensar, con el poco espacio que quedó en la isla después de construir la pista y con un tráfico de tan solo dos o tres aviones a la semana, por qué no iban a usarla y aprovecharla para cualquier actividad.
Con mi mochila a la espalda y un sol de justicia, me pongo a visitar este país de Tuvalu. No es difícil, pues sales de la terminal y al frente ya se concentran todas las instituciones en un puñado de edificios. El más grande es de oficinas del Gobierno. Al lado, el único banco del país, que solo abre de lunes a viernes por las mañanas y no tiene cajero. Además, aquí no se puede pagar con tarjeta en ningún comercio, que tampoco abundan, ni en ninguno de los dos o tres pequeños hoteles existentes.
Para sus transacciones, utilizan la prestada moneda de Australia, el dólar, aunque para los que somos amantes de la numismática, todavía les quedan algunos viejos dólares de Tuvalu, que me parecieron la moneda más guapa del mundo. Curiosamente, es heptagonal y en una de sus caras aparece una preciosa tortuga de mar, la imagen del más bonito de los tatuajes que se puedan realizar.
Estas antiguas Islas Ellice tienen también una oficina de correos, donde se venden algunos de los sellos más exclusivos y buscados por miles de coleccionistas del mundo. Por supuesto que intentaría traerme unos pocos para España, pero era fin de semana y la oficina estaba cerrada al público. Pero en Tuvalu todo es diferente. Cuando me acerqué hasta ella, vi que estaban pintando en su interior. Entré a preguntar y me quedé absorto cuando contemplé todos los sellos por el suelo llenos de polvo de la pintura y las mesas descolocadas. Pero no pasa nada, tranquilidad ante todo.
Uno de los pintores me confirma que, en efecto, hoy no se abre, pero que no me preocupe, porque puede llamar a la funcionaria que atiende la oficina por semana y que viene igual a despacharme. Geniales. Después de mi preciada compra de sellos, voy caminando hacia uno de los extremos de la isla y veo abierta una de las pequeñas casas. Pregunto si queda mucho trecho hasta el final y un sonriente tuvaluano me dice que unos cinco kilómetros.
Charlando un poco con él y sus acompañantes, me entero de que es el primer ministro y aquella la casa de otro miembro del Gobierno. Todas las viviendas de los altos funcionarios son de color azul y están ubicadas en la misma zona junto al mar. Bueno, aquí en realidad todo está inevitablemente a escasos metros del mar.
Casi todo increíble, pero cierto como la vida misma, lo de los habitantes de Tuvalu. Decir también que una de sus mayores fuentes de ingresos es alquilar su preciada terminación web ‘.tv’ a la televisión del mundo que más puje por ella. Quizá os guste seguir leyendo próximamente, muchas más cosas sorprendentes y curiosas de este muy curioso país de Tuvalu.