Hasta último minuto este ha sido un curso raro. Estamos en la Escola Sant Salvador (450 alumnos) y hay que moverse rápido para tratar de hacer la foto de las despedidas. Igual que a la entrada, los grupos salen cada uno por su lado y a diferentes horas.
Pero la emoción del último día está allí y aunque hay despedidas chocando el codo, también hay quien no se aguanta y se funde en un abrazo con la maestra, con los amigos...
Una de las que tiene los nervios a flor de piel es Amal el Fahri, alumna de sexto, que este año se despide de la escuela. Con una compañera le ha escrito una carta a su profesora diciéndole que es «la mejor del mundo» y aunque sabe que hacerse mayor implica ir al instituto, reconoce que a veces le gustaría seguir pequeña «porque esta escuela es como una familia».
Medio siglo en el barrio
Este curso 2020-2021 la escuela cumple 50 años y, en medio de las restricciones de la pandemia, han tenido que ingeniárselas para celebrarlo. Como recuerdo del aniversario los niños salen con una mascarilla de tela con el logo de los 50 años. «Al final no había regalo que reflejara más lo que ha sido este curso», explica la directora en funciones, Noemí Ballart.
Pese a todo, la escuela está adornada con un pastel gigante y con banderas que han hecho todas y cada una de sus familias. Tienen todos los colores y estilos, como la escuela, donde los alumnos inmigrantes superan el 80%. Los profesores pierden la cuenta enumerando las nacionalidades que tienen.
«Siempre hemos sido una escuela de inmigrantes, primero veníamos de todas partes de España, pero ahora los alumnos vienen de medio mundo», explica Maribel Aranda. Esta maestra lo cuenta en primera persona porque ella también fue alumna de la escuela «y madre» .
El centro comenzó a funcionar en 1966, en módulos prefabricados, para acoger a los hijos de familias que venían de toda España a trabajar en la industria petroquímica. En algún momento, recuerda Aranda, la escuela creció tanto en tan poco tiempo, que se daban clases en bajos comerciales de algunos edificios. La nueva escuela se inauguró en el curso 1970-1971.
Desde entonces el barrio no ha parado de crecer y de cambiar. En la escuela el movimiento es constante. Este curso, pese a que había restricciones de la movilidad, llegaron más de 40 alumnos con el curso empezado. Hubo incluso quien se incorporó este mes de junio. El esfuerzo por la integración es la constante.
Primera lección: empatía
Pero tal vez el que acaba de terminar sea el más extraño de los cursos que se ha vivido en la escuela. Ha habido desdoblamiento de clases, grupos burbuja y, al final, han tenido menos confinamientos de los que temieron en un principio. Pero, apunta la directora en funciones, «hay que tener en cuenta que aquí si había una familia que daba positivo igual terminabas confinando cuatro o cinco clases porque esa familia tenía cuatro o cinco niños en la escuela».
Y si la brecha digital afectó a otras escuelas, aquí se hizo, para muchos, enorme. Durante el confinamiento general del año pasado, los profesores terminaban recurriendo a todo tipo de ideas para contactar con las familias y hacer llegar las tareas a los alumnos. Pegados al teléfono (en muchos casos con barreras importantes debido al idioma) daban instrucciones sobre cómo conectarse a través de una tablet o del televisor. «No ha sido fácil, pero los niños al final son niños, tenían muchas ganas de venir y cuando comenzó el curso, en pocos días tenían interiorizadas todas las normas», cuentan las docentes.
La escuela tampoco es ajena a las dificultades económicas que están pasando las familias después de la pandemia. De hecho, si preguntamos a Aranda qué lecciones han aprendido de este curso, hay una palabra que aparece en primer lugar: «Empatía».