Reconozco mi creciente desconcierto cuando escucho a personas que, ante la dramática escalada bélica en Gaza, ven con claridad meridiana que en esta lucha hay unos que son los buenos y otros que son los malos, sin matices, al margen de quién sea quién en esta valoración.
Porque es cierto que esta interminable crisis nace como consecuencia de la discutible decisión de fundar un nuevo Estado en un lugar que ya estaba habitado por otro colectivo a quien nadie consultó absolutamente nada. Y esas gentes vieron, de un día para otro, cómo la tierra en la que habían vivido durante generaciones se convertía en un nuevo país que ya no era el suyo.
También es cierto que la creación del Estado de Israel permitió reparar la persecución que este pueblo había sufrido durante siglos, tanto en el pasado lejano (recurrentes expulsiones) como en el entonces terrible presente (exterminio nazi). Aquel trágico contexto explica el apoyo incondicional de gran parte de la comunidad internacional a la causa judía. Tras haber sufrido el Holocausto, no se les podía decir que no a nada.
También es cierto que los sucesivos gobiernos israelíes han excedido sensiblemente el marco que se vislumbraba para la zona. Su imparable expansión fronteriza ha ido arrinconando progresivamente a los palestinos, que han acabado hacinados en espacios imposibles como la franja de Gaza, una auténtica cárcel al aire libre donde malviven más de dos millones de personas en condiciones infrahumanas.
También es cierto que los dirigentes palestinos han demostrado una pertinaz falta de visión estratégica, entre el maximalismo delirante y la política de cuanto peor, mejor. Israel no va a desaparecer, tanto por su poderío militar (nuclear) como por el apoyo incondicional de Estados Unidos. Quienes tengan como objetivo irrenunciable la disolución del Estado judío van a perder. Una vez tras otra. Siempre.
También es cierto que la feroz estrategia represiva de Israel no parece especialmente eficaz. Como me comentaba un amigo esta semana, las matemáticas no funcionan igual en la guerra convencional y en la lucha antiterrorista. Si tengo en frente a cien soldados y mato a ochenta, después quedarán veinte soldados. Si tengo en frente a cien terroristas y mato a ochenta, después quedarán doscientos terroristas.
También es cierto que Israel es la única democracia liberal de la zona y casi todos los países reconocen su derecho a defenderse de los sistemáticos ataques que sufre. Al margen de campañas puntuales especialmente cruentas, como la de hace unas semanas, los extremistas lanzan proyectiles constantemente al territorio israelí desde hace décadas, y las autoridades de este país no pueden decir a sus ciudadanos que llueve y cruzarse de brazos.
También es cierto que no parece realista esperar que los palestinos simplemente bajen los brazos ante el poder económico, militar y diplomático de Israel. Probablemente nos encontramos ante uno de los casos que demuestran de forma más flagrante la absoluta inutilidad del actual modelo de Naciones Unidas para la resolución de conflictos calientes.
También es cierto que el modo de defenderse frente a Hamas es complejo. Obviamente no se trata de un problema meramente policial, pero tampoco es exactamente una contienda militar al uso, pues Israel se enfrenta a un enemigo que no practica una guerra convencional: no es un ejército regular; utiliza a sus propios conciudadanos como escudos humanos; violan, secuestran y asesinan premeditadamente a civiles, etc. ¿Puede exigirse autocontención a quien lucha contra alguien que no asume ningún límite en su objetivo de acabar contigo?
Volviendo al principio, después de todo lo comentado, no dejan de asombrarme las personas que emiten juicios taxativos sobre quién tiene razón en este conflicto, ya sean unos u otros. Y negarse a convertir lo complejo en simple no es equidistancia. Ante las desgarradoras matanzas a las que estamos asistiendo estas semanas, me viene a la mente la frase que recientemente escuché en persona a Tomás Alcoverro, uno de los periodistas con mayor experiencia y conocimiento sobre el tema: «Si alguien entiende lo que pasa en Oriente Medio, es que se lo han explicado mal».