Las campañas electorales: inflación de promesas

01 mayo 2023 16:25 | Actualizado a 02 mayo 2023 07:00
Cándido Marquesán
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Nuestra democracia tiene muchos y graves problemas. Uno de ellos es el síndrome del ‘electoralismo’, que surge de la perversa inversión de los fines por los medios. Las campañas electorales, que eran un medio para seleccionar los gobiernos más competentes y eficaces, se han convertido en un fin en sí mismas y son eslabones de una cadena interminable: la de una campaña electoral permanente.

Por el contrario, los gobiernos electos, que tendrían que gobernar de acuerdo con su programa político, son un medio puesto al servicio de la campaña electoral permanente. Cada acto de gobierno se presenta como un spot de propaganda electoral para potenciar la tensión, y así movilizar a sus electores y desactivar a los rivales.

Antes solo ocurría esto al final de la legislatura, cuando había que diseñar la próxima campaña electoral, ya que, en los primeros años, la gran preocupación era la de gobernar. Ahora no. Se gobierna en clave electoral, pues se ejerce el poder para mejorar la ventaja contra los rivales.

Schumpeter ya en los años 40 describió la democracia como una lucha competitiva por los votos del pueblo. Anthony Downs en los 50 formulaba una «teoría económica de la democracia», argumentando que en una carrera electoral ideal cada votante decidiría su voto basado en su percepción de partido político o candidato que le traería mayores beneficios.

Por supuesto, la manera más sencilla de cosechar votos es dar –o al menos simular dar– a los electores lo que desean

En los 70, una nueva corriente, la ‘escuela de la elección pública’, extiende el paradigma del mercado al campo político, considerando la democracia electoral como una suerte de mercado político.

Desde esta perspectiva, el candidato a una elección aparece como un emprendedor político que intercambia promesas por votos en un mercado en el que varios partidos compiten periódicamente en elecciones por el control del aparato gubernamental. Y, por supuesto, la manera más sencilla de cosechar votos es dar –o al menos simular dar– a los electores lo que desean. Un político que ignora las opiniones de sus electores es tan raro como un comerciante que vende bikinis en el Ártico.

El sociólogo francés Pierre Rosanvallon en su libro El Buen Gobierno nos dice que hay una contradicción estructural en las democracias. La democracia reposa sobre la posibilidad de tener un pluralismo, es decir, sobre la competición electoral.

Pero el problema de la competición electoral radica en que provoca una inflación de promesas. Podemos decir que la competición política funciona de forma muy distinta a la de la competición económica.

La competencia económica hace bajar los precios; la competición política hace subir las promesas. Para tener éxito en una campaña electoral hay que saber poner de lado los problemas molestos, pronunciar discursos contradictorios ante poblaciones diferentes, hay que saber seducir. Sin embargo, cuando se trata de gobernar, la realidad nos golpea en pleno rostro.

Esta contradicción está en el corazón de la desmoralización de los ciudadanos. La sociedad asiste permanentemente a la ampliación del foso entre el mundo del discurso de las campañas electorales y el discurso del gobierno.

Tenemos entonces ciudadanos distantes, malhumorados, apáticos, sin canales de participación, es decir, no ciudadanos

Se trata de una contradicción muy grave que ocupa un lugar central en la crisis de la democracia. A partir del momento en que se reconoce que existe la competición electoral y que ésta forma parte de la vida de la democracia, existe también el riesgo de que el foso se siga ampliando. Para evitarlo, debe progresar el sentido de hablar con sinceridad en lugar de las promesas. Hablar con la verdad es uno de los elementos de la construcción de la confianza.

La democracia reposa sobre instituciones formales y, también, sobre instituciones invisibles: la confianza, la legitimidad y la autoridad. Tal vez, la más importante sea la confianza porque es ella la que le permite a un gobierno ser eficaz.

Colin Crouch en su libro La Posdemocracia dijo: «Aunque por supuesto las elecciones existan y puedan cambiar los gobiernos, el debate electoral público se limita a un espectáculo que está estrechamente controlado y gestionado por equipos rivales de profesionales expertos en técnicas de persuasión, y que se centra solamente en una pequeña gama de cuestiones escogidas por estos equipos.

La mayor parte de los ciudadanos desempeña un papel pasivo, inactivo e incluso apático, y responde únicamente a las señales que se le lanzan. Más allá de este espectáculo del juego electoral, la política se desarrolla entre bambalinas mediante la interacción entre los gobiernos elegidos y unas élites que, de forma abrumadora, representan los intereses de las empresas».

No obstante, para Crouch las elecciones siguen siendo un procedimiento irremplazable para lograr que la diversidad de opciones que existen en una sociedad puedan convivir y competir de manera ordenada e institucional, y para que los ciudadanos puedan escoger entre ellas. Sirven para el cambio de gobierno sin derramamientos de sangre –como apuntaba Karl R. Popper– y esa función estratégica se sigue cumpliendo, lo cual no es poca cosa. Ya que la política es y debe ser la antítesis de la violencia, ese recordatorio siempre será pertinente.

Mas lo incuestionable es que «el debate electoral público se limita a un espectáculo», es decir, pierde densidad y significación, se simplifica; y dado que en lo fundamental se reproduce en medios de comunicación, que reclaman de formulaciones breves y contundentes, acaba por desterrar la complejidad para convertirse en un show más, en un escenario de luces y sonido, mucho ruido, sin demasiada sustancia.

La política se convierte en politiquería y ésta a su vez se vuelve un divertimento anodino para las masas, un circo vistoso y superficial. Con ello, una dimensión sustantiva de la democracia, la deliberación pública, la emergencia de agendas múltiples y la participación de organizaciones de muy distinto tipo, se achica. Los equipos de publicistas tienden a sustituir la intervención de las personas y las agrupaciones en la discusión, con lo cual el debate no sólo se trivializa, sino que tiende a homogeneizarse y a perder fuerza.

La presencia organizada de la sociedad, sus problemas y demandas a lo largo del proceso electoral, se adelgaza e incluso se elimina. En esa circunstancia, la idea de que son los ciudadanos los sujetos de la democracia y no los objetos del juego político tiende a diluirse. Se empieza a construir una ruptura entre el mundo de la política y el mundo de los ciudadanos.

Los ciudadanos le dan la espalda a la política para recluirse en sus asuntos privados. Sobra decir que por esa vía el desencanto tiende a instalarse. Tenemos entonces ciudadanos distantes, malhumorados, apáticos, sin canales de participación, es decir, no ciudadanos.

Todo lo anterior no quiere decir que la política pierda importancia, sino que se realiza en otros circuitos que tienen menos visibilidad, entre bambalinas. Porque mientras en el momento estelar de la participación masiva (las elecciones) las agendas, los programas, los diagnósticos, pierden importancia; los gobiernos y los congresos mantienen una interacción intensa con las élites cuya centralidad económica las convierte en actoras privilegiadas en la toma de decisiones.

«Aquellos que detentan el poder económico continúan utilizando sus medios de influencia, mientras que, por el contrario, los instrumentos de que dispone el demos se ven debilitados cada vez más».

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