Este fin de semana, en una comida habitual por estas fechas entre algunos comentaristas del Diari, se dijo que no hablaríamos de Isabel II, y luego, se acabó hablando. Hablar de ella estos días parece inevitable.
En los temas de Derecho Civil hay dos que no acaban del todo de comprenderse. Uno es la causa. No se asusten. No pretendo entrar en ello. Y, sin embargo, la causa es el principio de todo, y donde hay que buscar la explicación de los comportamientos posteriores. ¿Cuál es la causa de la acción de Putin? ¿Cuál es la causa de las denominadas ‘leyes de desconexión’ de septiembre del 2017? Les advierto que la causa no es el motivo. Pero dejemos la cuestión y vayamos a Isabel II.
El otro tema ‘complicado’ es la forma. También se las trae. Tampoco se asusten y abandonen precipitadamente la lectura, si no lo han hecho ya. Tengan un poco de confianza en este autor, que no pretende amargarles el café o la copa que se estén tomando.
De la Monarquía inglesa (o del Reino Unido) se ha dicho fundamentalmente que es un símbolo y que es extraordinariamente protocolaria. Son las dos caras de la moneda. No obstante, en la historia ha habido otras monarquías que lo han sido aún más, como la bizantina o la rusa, por poner un ejemplo. Incluso el ceremonial de la Rusia de hoy recuerda mucho en algunos aspectos a la época de los zares. De la española, siempre se ha señalado que era más austera.
Si buscan en el diccionario (es decir, en google) podrán ver que la voz protocolo procede del griego bizantino y de éste pasó al latín. Y si siguen buscando verán que tiene varias acepciones. Por un lado, y es la que estamos usando hasta ahora, hace referencia al conjunto de reglas establecidas por norma o por costumbre en ceremonias y actos oficiales. Por otro, también con esa palabra nos referimos a una secuencia detallada de un proceso de actuación científica, técnica o médica («El protocolo dice que le tengo que meter este dedo en el culo», me dijo mi médico hace unos años; a lo que le contesté sin pensar que él podía hacer lo mismo con el protocolo).
Curiosamente, la voz también tiene otro significado propio de mi profesión. La serie ordenada de escrituras matrices y otros documentos que un notario o escribano autoriza y custodia con ciertas formalidades. Si indagan algo más (es decir, siguen mirando google), descubrirán que la primera acepción de la palabra es más propia a este significado porque con dicho término se designaba a la primera hoja de un documento con los datos de su autentificación.
Pero, ¿qué tiene que ver el fastuoso protocolo de la Reina Isabel II con el protocolo que custodio en mi estudio y en el que se encuentra escrita la historia civil de muchos de ustedes, con sus lados buenos y con sus misterios inconfesables y sórdidos? Ustedes dirán que en nada se parecen; y yo por llevarles la contraria y por algo más, les diré que todo es una cuestión de forma.
Cuando me peleaba con mis temas de oposición y la forma en un monasterio perdido en el norte de Extremadura (en el que se refugió y murió Carlos V) llegó un benedictino a explicar aspectos formales de la religión a los monjes residentes. Fui. La disertación consistió en describir con detalle cómo debían ponerse las velas y las flores en el altar, cómo y en qué medida debía utilizarse el incienso, y especialmente, cómo debía estar iluminado el lugar en el rezo matutino. Pura forma, puro protocolo, sin aparentemente nada más. El monje acabó su charla, se despidió y no dijo otra cosa. Entonces, y solo entonces, empecé a comprender lo que era la forma, o más bien, para qué servía o cuál era la utilidad de la misma.
El regio y rígido protocolo de la corte inglesa con sus caballos, sus carrozas, sus vestidos, sus caras largas, anacrónicas y pomposas, su mezcla de cuento de hadas y de irrealidad, no tiene otro sentido que hacer sentir al ciudadano de a pie la importancia del Estado, lo imperecedero de un pueblo y una nación, y la magnificencia del Poder. Isabel II queda convertida en un símbolo y el protocolo de su muerte y entierro es el camino perfectamente reglado para hacer sentir esa idea entre los mortales. Al igual que el monje que no hablaba en ningún momento de Dios, ni de la trascendencia, ni de la Religión, buscaba con sus formas litúrgicas el escenario adecuado para llevar al fiel a la profundidad del conocimiento de la Eternidad.
Unos años después visité a un colega al otro lado del mundo (Papúa indonesia). «Martín, ¡quieres que te enseñe el protocolo?», me dijo. «Prefiero que me dejes ver la ceremonia», le contesté. Y me dejó hacerlo. Unos señores venían, se les leía un documento previamente redactado, prestaban su consentimiento y firmaban ante el notario. En aquel estudio notarial tan lejano, una especie de ritual idéntico al nuestro (un protocolo), basado en unas reglas previamente establecidas (un protocolo) originaba un documento (que formaría parte de un protocolo). La forma (el documento) creaba una realidad hasta entonces inexistente: acababa de nacer una hipoteca.
La forma es símbolo, idea y realidad al mismo tiempo, tan real como ustedes y yo. Y es carga y deber para el sometido a la misma, como hemos visto con Isabel II en sus últimas horas de vida cuando se levanta del lecho mortuorio para dar posesión a la Primera Ministra.