El de ayer fue un Sant Jordi sin Sant Jordi y sin Marsé. Hoy nos quedamos ante el vacío de este año que resuena a hueco como una campana sin badajo pero que no deja de llamar a difuntos. Marsé deja un vacío en la literatura española que solo el paso del tiempo podrá calibrar. Los podiums literarios son cosa de caprichos o de venganzas, pero en cualquier caso no serían muchos los que podrían ofenderse si se dice que Juan Marsé era hasta el domingo pasado el mejor novelista español vivo y uno de los que ha dejado una huella más clara en las generaciones siguientes.
Su trayectoria ha sido contada y recontada estos días. Su paisaje de descampados –físicos, urbanos y eminentemente morales– ha sido reproducido en unas estampas evocadoras de la otra Barcelona. Juan Marsé ha retratado la trastienda de Barcelona y la trastienda de un país entero. De la burguesía, sí, y también de su intelectualidad, de los obreros y del lumpen, de los supervivientes, porque, al cabo, Marsé fue algo de todo eso o al menos lo rozó tanto que se le pegó a la piel, al paladar literario. Y ahí quedó retratada toda esa fantasmagoría. Teresita y el Pijoaparte, el Java y Jan Julivert Mon, ese viejo militante, esa encarnación de todos los héroes que el niño Marsé vio en el cine Roxy y luego, despojados de toda la purpurina de Hollywood, pasó por la derrota y el olvido.
«Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, soñando como niños». En esas palabras queda encerrada media poética de Marsé.
La otra media la esbozó al hablar de lo poco que hubo en su juventud de civilizado y solidario, «el trato con los cuerpos desnudos», «un poco de alcohol» y una «natural y obsesiva predisposición a lamentar no sé qué tiempo perdido o no sé qué bello sueño desvanecido».
El huérfano, el desarraigado del Carmelo, el muchacho que bajó a la parte supuestamente civilizada de la ciudad en busca de un futuro. Y lo encontró. Vaya si lo encontró, Lo encontró y ayudó a otros a encontrar el suyo.
Porque, sí, ahí quedan sus grandes novelas, ‘Últimas tardes con Teresa’, ‘Un día volveré’, ‘Ronda del Guinardó’, ‘Si te dicen que caí’, pero la cuestión más importante, la clave de su influencia no está en la depurada concepción técnica de su narrativa, sino en algo que en su día mencionó Eduardo Mendoza. Marsé nos enseñó a ser nosotros mismos.
Nuestras novelas, lo que queríamos escribir, no estaba en lugares remotos ni escondido detrás de unos raros recovecos de la imaginación. Estaba a nuestro lado, lo llevábamos encima. Solo había que abrir los ojos y elegir la óptica desde la que mirar nuestro propio mundo.
Un mundo que hoy, sin Marsé, tiene más aire de descampado.