Hay que ser muy miserable, pero mucho, para profanar una fosa común con cadáveres de la guerra civil y llevarse los maxilares superior e inferior de uno de los cuerpos allí enterrados porque contenían once dientes de oro.
Hay que ser muy miserable para robar a quienes fueron cobardemente asesinados a tiros y con las manos atadas a la espalda por la sinrazón que se apoderó de este país hace 88 años. Hay que ser muy miserable para añadir todavía más dolor a unas familias que llevan años intentando conocer el paradero de sus seres queridos para al menos saber qué fue de ellos, dónde están y tener un lugar al que poder ir a llorarles.
Y todo esto tan miserable es lo que sucedió este pasado fin de semana en la fosa 17 del Barranco de Víznar, en Granada, recientemente abierta y donde han aparecido los cadáveres de 10 personas asesinadas en 1936, que se suman a las otras 114 halladas en otras 16 fosas en esa zona, todas muertas a manos de las tropas franquistas.
Me gustaría pensar –o, al menos, concederles el beneficio de la duda– que los impresentables que han cometido tan miserable acción no eran conscientes del daño que hacían, que no sabían que el robo de los maxilares puede suponer perder la posibilidad de realizar una identificación cráneo-facial que facilite saber quién es la persona fallecida –aunque, gracias a los avances de la ciencia, se puede recurrir a otras pruebas genéticas para ello–.
Quiero pensar que los ladrones, cegados por el deslumbrante brillo del oro, no eran conscientes de la gravedad del delito que estaban cometiendo, de que estaban atentando contra la memoria de un país y contra el respeto que merecen las víctimas de aquella tragedia tan cruel. Quiero pensar eso, porque no se puede ser tan miserable.