El muerto al hoyo y el vivo al bollo, dice el conocido refrán castellano. Esa es la actitud que observamos diariamente en nuestras calles tras el levantamiento del estado de alarma. De poco sirven las advertencias de las autoridades sanitarias y del colectivo científico. Todo es cuestión de la escala en la que nos movamos.
¿Qué le sucede a nuestro cerebro? ¿Llegamos a un punto de saturación en el que todo vale y el elevado riesgo de contraer la Covid-19 que supone saltarse las medidas compensa las necesidades de socialización y disfrute? Ya sea un problema individual o un comportamiento de grupo lo que prime en nuestro quehacer diario, las terribles consecuencias de poner fin a las restricciones nos abocan a una nueva situación de alarma sanitaria.
Este virus ni se ha extinguido ni el nivel de vacunación al que ha llegado la humanidad es suficiente como para darlo por vencido. Dada la cantidad de información que poseemos, ¿es posible que el nivel de saturación condicione a nuestro cerebro y eludamos las normas básicas de conducta para evitar enfermar? Ni las autoridades sanitarias ni mucho menos la ciudadanía sabemos si las duras medidas de control de la pandemia que hemos sufrido durante el último año, si las cuarentenas o el aislamiento de las personas infectadas o el cierre de la restauración permitirán arrinconar al SARS-Co-V2. Pero ya es difícil encontrar a alguien que no haya visto las terribles consecuencias de enfermar por Covid-19. Ni el negacionista más acérrimo puede negar las muertes y graves secuelas del coronavirus.
Normalizamos términos científicos como variantes y tememos la invasión de las denominadas delta (india), británica, brasileña o sudafricana. Una sucede a otra constantemente llegando a ser la predominantes en pocas semanas, hasta que aparece otra. Lejos de preocuparnos, hemos esperado ansiosos el levantamiento del toque de queda y de las mascarillas para salir a cenar o a compartir botella con nuestras amistades. La culpa, ¿se debe a nuestra inconsciencia, a la falta de responsabilidad individual o colectiva, o es nuestro cerebro quien gobierna, evalúa los riesgos y decide (el ser humano inventó hace miles de años la inteligencia no-artificial) que compensa salir a disfrutar?
El ser humano es un animal racional, pero no del todo. La mayoría de las decisiones humanas no se basan en un análisis lógico del problema y una toma de decisiones con la información suficiente y suficientemente relevante, especialmente en temas complejos que no dominamos y ante un enemigo invisible como es un virus.
Son conocidos los postulados de Daniel Kahneman, doctor en psicología e investigador que recibió el Nobel en 2002 por sus aportes sobre la economía conductual, que prueba que nuestros sesgos pueden arruinar nuestros análisis, incluso en aspectos tan tangibles como nuestras decisiones económicas de la vida diaria. Concretamente planteó, junto con Tversky, la ley de los pequeños números, que es la evaluación de riesgos que realizamos al azar, con información no representativa o insuficiente, útil para ser aplicada a las pequeñas decisiones diarias, pero que no debería extenderse al ámbito científico ni a las decisiones importantes.
Adentrándonos en materia, entramos en el campo de los sesgos cognitivos, es decir, aquellos errores de pensamiento, percepción o juicio que de manera constante cometemos cuando seleccionamos información, la organizamos y la utilizamos. Es común el efecto de conservación o mayor efecto de la primera impresión (anchoring). Además, nos cuesta cambiar y tendemos a prestar más atención a la información que confirma nuestra idea inicial: efecto del statu quo. En otras palabras, si creemos una cosa y aparece en un medio de comunicación una noticia que parece verificar esa idea, ya no necesitamos más. Eso era lo que nos hacía falta para afianzar nuestro pensamiento, ya fuera correcto o no.
Otro sesgo común relacionado con el anterior es la realización de observaciones sesgadas (sesgo de selección de información), prestando atención solo a los datos que confirman nuestras hipótesis de partida, y obviando en nuestro análisis aquella información que no concuerda con nuestra idea inicial. Asimismo solemos caer en la falacia del jugador, que consiste en creer que los hechos pasados afectan a los futuros, aunque se trate de sucesos independientes y aleatorios, como sucede con los números en los juegos de azar, como la ruleta o la lotería. Por ejemplo, pensar que si el otro día estuvimos en un sitio cerrado y no nos contagiamos hoy tampoco nos contagiaremos, cuando en cada ocasión el riesgo es nuevo.
También existe el sesgo de asociación (o pensamiento transductivo). Esta limitación cognitiva nos lleva a sacar conclusiones generales a partir de un caso particular («mi vecino sale de fiesta todos los fines de semana y no se ha contagiado: salir de fiesta no implica riesgo»), de serie o de patrón (creencia falsa en la existencia de una serie o patrón en la ocurrencia de los acontecimientos), de confirmación (si un acontecimiento o una noticia reafirman nuestra idea inicial, bienvenida sea, tenga o no relación con el hecho que evaluamos).
Aunque es más propio de la adolescencia, en muchos adultos sigue presente el complejo de Superman (o fábula personal: «eso le ocurre a los demás, pero a mí no»), de la experiencia reciente («si ayer lo hice y hoy estoy bien es que no pasa nada por hacerlo»), del presente (priorizar la gratificación inmediata frente a la futura: «aprovechemos y quedemos hoy, lo que va delante, va delante»). Y, por si esto fuera poco, siempre es más fácil racionalizar decisiones erróneas que admitir que estamos equivocados, por lo que es frecuente el sesgo de autojustificación: «me contagié, pero no fue por ir a la fiesta sin mascarilla, es que estaba flojo».
Finalmente, estamos condicionados en mayor o menor medida por el efecto de arrastre o influencia del grupo: «si todo el mundo dice que la vacuna sienta mal, ¡pues a mí también! No vaya a ser que quede como un bicho raro».
Todos estos sesgos son normales y útiles para tomar decisiones cuando no tenemos tiempo o información para realizar un análisis más profundo y de mayor calidad. Podríamos hacerlo mejor, pero como nadie puede conocer y analizar todos los datos de todos los temas, resulta muy útil dejarse guiar por la intuición. Ante los grandes problemas que pueden ocasionar nuestras acciones descontroladas, por ejemplo en una pandemia, deberíamos dedicar más tiempo al análisis y optar por una actitud prudente. Tomar una decisión a la ligera, sin evaluar todos los riesgos, puede conducirnos a un punto fatal. Ese botellón, esa cena con amigos, esa comunión familiar con cien personas, puede salirnos muy cara.
Como señala Khaneman, existe el sesgo de statu quo (aversión a la pérdida, en este caso de la salud) pero también el del punto ciego: vemos los sesgos cognitivos de los demás pero no los nuestros. Entonces, ante las perspectivas favorables, las noticias persistentes en los medios de comunicación, los sacrificios sostenidos durante tantos meses y las ganas de volver a la normalidad, que nos inducen a pensar que la pandemia se ha acabado y todo vale, nos olvidamos de que somos seres de racionalidad limitada. Con estos mimbres, ¡solo queda desear que tengamos suerte!