Esta semana el líder del PSOE anunciaba el inicio del fin de la Constitución del 78. Algo que confirmó el Presidente del Gobierno en su comparecencia en el Congreso al corroborar su predisposición a que en los próximos meses se someta a revisión.
Este es un proceso largo y ambicioso que, de producirse, examina, aparentemente, el entero sistema político español. Se pretende así, cuando menos –insisto– en apariencia, dar respuesta a la profunda crisis, acelerada las últimas semanas, que afronta el Estado.
Es indiscutible, de iniciarse la hipotética reforma constitucional, empieza una etapa de reflexión en términos jurídico-políticos histórica. Lo que se plantea es la posibilidad de regeneración y modernización de nuestro modelo de convivencia para adaptarlo a la realidad social imperante de nuestros días, las nuevas generaciones tendríamos así la ocasión de gobernarnos. De esa forma, aquello que dio inicio a la vida democrática estable del país dejaría de ser un fin y se confirmaría como un punto de partida.
Cierto, este anuncio llega in extremis, en una situación de bloqueo institucional y de asfixia civil inauditos. Añadiría gratuitos, porque de haberlo hecho antes probablemente se habrían evitado episodios dolorosos, cuyas cicatrices tardaremos bastante tiempo en sanar, especialmente los catalanes. No es menos cierto que podríamos estar peor.
Tenemos una oportunidad, quizá la última, para entendernosEl President Puigdemont, algún día sabremos por qué, descartó la DUI. A lo que el Gobierno respondió con un soft 155, requiriendo una aclaración que previsiblemente conducirá a elecciones anticipadas en Catalunya (aunque en verdad, según las últimas encuestas el escenario no varía significativamente). Y, para sorpresa de muchos, aquellos que hasta el momento han mantenido una actitud hostil, impidiendo de forma sistemática la revisión de la relación entre Catalunya y España, han programado un calendario para encauzar, dicen, un diálogo constructivo que permita desbloquear la situación política actual.
Es legítimo dudar de su verdadera voluntad. En efecto, repito, los gestos son pocos y llegan tarde. Pero, hay un cambio de tendencia: es la primera ocasión en la que el Estado se abre a su perfeccionamiento y ofrece, ya veremos cuál, alguna alternativa para Catalunya.
Si han comprendido el enigma catalán, ese que se hereda sin perder complejidad, evitarán bromas pesadas pues han comprobado ya que lo que está en riesgo es esa España que tanto quieren. Motivo más que suficiente para hablar de soberanía compartida, de plurinacionalidad, también para afrontar el tema de la financiación autonómica y otras tantas cuestiones que todos tenemos en mente. Saben que no pueden perder de vista el problema de fondo porque las instituciones y la población catalanas, no hablo solo de los más de dos millones de independentistas que prefieren marcharse, difícilmente aceptarán ya sucedáneos de café u otras maniobras de distracción que estén por debajo de determinado umbral.
Tenemos una oportunidad, quizá la última, para entendernos. Sería inexcusable desaprovecharla.