Como era perfectamente previsible, el régimen títere de Kabul no ha durado ni una semana ante el ímpetu de los talibanes, que llevan tiempo negociando con Occidente en Catar la transmisión del poder. Ese domingo salió de Afganistan el presidente afgano, Ashraf Ghani, mientras los talibanes entraban finalmente en Kabul antes de lo previsto «para evitar actos de saqueo y que los oportunistas no hagan daño a la gente; con este objetivo, el Emirato Islámico -esta es la nueva denominación del régimen- ordenó a sus fuerzas entrar en las áreas de Kabul de donde salió el enemigo». Horas antes de la caída de la capital afgana, las fuerzas de inteligencia norteamericanas rubricaban su estrepitoso ridículo pronosticando que Kabul podría caer en menos de noventa días.
Todo indica, en fin, que estamos ante un segundo Vietnam, en que los nacionalistas autóctonos, mediante una guerra de desgaste y contando con el apoyo de la mayoría de la población, han aguardado prudentemente a la retirada del invasor -recuérdese que los Estados Unidos, mediante la Operación Libertad Duradera realizada semanas después de los atentados de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, aplicaron el criterio de ‘legítima defensa’ para invadir Afganistán en pos de Osama Bin Laden y sus secuaces, ocultados por el régimen talibán-.
En los dos últimos años, Washington y los talibanes han negociado en Doha (Catar) una retirada honorable de los Estados Unidos, y aunque lógicamente se desconocen los términos del acuerdo, si es que lo ha habido, todo indica que los Estados Unidos han aceptado salir del país, que se había convertido para ellos en una inquietante ratonera, por la puerta de atrás, a cambio de una reimplantación más o menos pacífica del régimen talibán. Los colaboradores directos de las tropas de ocupación han salido con ellas de Afganistán (también España ha repatriado a los traductores y trabajadores de nacionalidad afgana), y los demás podrán asimilarse sin demasiadas preguntas.
De momento, todo parece estar discurriendo con suavidad, algo inimaginable sin un pacto previo: los últimos ocupantes salen por el aeropuerto de Kabul, mientras los talibanes se instalan en los puntos estratégicos de la capital, al parecer dispuestos a guardar las formas, a no recurrir en exceso a las represalias. En definitiva, quizá ilustrados por sus amigos qataríes, los rudos islamistas de Afganistán están siendo diplomáticos en la reconquista del poder.
Detrás de esta derrota de en toda regla de la coalición capitaneada por EEUU y en la que ha formado también la OTAN, hay un tremendo fracaso militar y político que confirma lo que ya se sabía: el método militar no es adecuado para que un país fanatizado por la tradición y por la miseria salga de su ensimismamiento y se convierta a la democracia. Los 300.000 soldados y miembros de cuerpos de seguridad que Occidente formó para defender el nuevo sistema de Kabul han desertado en masa el mismo día en que cesó la presión militar y los talibanes pudieron recuperar físicamente el poder.
Pero lo grave de este cambio radical no es ni la derrota norteamericana y occidental ni el riesgo que supone la creación de un estado islámico que puede volver a alentar el terrorismo internacional: lo terrible es que la población afgana que ha disfrutado de un tiempo de libertad, volverá a estar sojuzgada por la superstición de un credo fanático que practica y predica la guerra santa, que obliga al hombre a dejarse barba y a la mujer a ocultarse absolutamente bajo el burka.
El drama afectará singularmente a las mujeres afganas, que habían empezado en buen número a modernizarse, a trabajar como los hombres, a acercarse lentamente a un estatus que no sea de supeditación y vasallaje con respecto al varón. Así las cosas, aunque no haya realmente una situación de violencia, el cambio en Afganistán representa un durísimo golpe para la mujer y para la incipiente cultura laica que asomó allí vinculada al ficticio pluralismo político de estilo occidental que practicó el nuevo régimen títere. No podemos sentarnos a mirar como si nada hubiera ocurrido: Occidente está seriamente en deuda con los afganos, sobre todo con las mujeres de Afganistán.