Unos adolescentes atravesaron la plaza corriendo como una bandada de gorriones chillones. Se encaminaron hacia el final del puerto, donde terminaba el paseo y se situaban los últimos restaurantes de Calas Fonts. Vi cómo se apostaban apretados contra el murete. Abajo, casi con el mar besando las patas de las mesas, la gente se olvidaba de quién era frente a una caña bien fría. Reían inquietos, confabulaban y sacaban medio cuerpo sobre el cañizo para ver a los veraneantes chupar las últimas coquinas de septiembre. Se empujaban unos a otros, hasta que por fin consiguieron quitarle al más pequeño las chanclas arrojándolas al tejadillo donde cenábamos. Los vi alborozados, animando al propietario del calzado a que se rompiera la crisma y cayera sobre una paella durante el rescate.
La noche, cálida y sofocante como las de este verano agotador, nos envolvía en una negrura incandescente. La humedad y el bochorno se te pegaban a la piel. Los dioses de los vientos, los ‘ánemis’, parecían haber olvidado que en septiembre los días aquí deberían estar en manos del norte y no en este perseverante sur. Pero del norte solo estaba yo, mirando los cielos y anhelando que Eolo y su formación de caballos alados vinieran al rescate para que pudiera volverme a mi casa borracha de azul y con las palmeras meciéndose en mis pupilas.
Los chicos pasaron de nuevo corriendo. Esta vez lo hicieron cerca de las mesas. Su osadía energética levantó las servilletas de papel desorientando al cliente que estaba enfrascado en unas berenjenas con miel. Los vi alejarse hacia las callejuelas. Mahón brillaba y su largo puerto abrazaba la noche prestándole majestuosidad. En una mesa cercana alguien decía que si esos chiquillos sobrevivían a sus despropósitos sin romperse los huesos, quedarse tullidos o algo peor, se convertirían en unos muchachos felices con montones de recuerdos y lugares a los que volver.
Yo no tengo ni edad ni intención de molestarme con sus trastadas. Me gusta su bullicio y prefiero que corran, que se acuesten tarde porque investigan la vida o se retan. Lo prefiero a que pierdan las horas mirando la pantalla o bebiendo en una esquina esperando el milagro de que se haga la luz entre sus hormonas.
Los veranos a media luz tienen pretensiones de eternidad. La mañana en la playa, la tarde con los amigos, la noche infinita. En esa adolescencia en la que uno no sabe si va o si viene, se intuye, cuando comienza septiembre, que es posible perder lo que nunca se supo que se tenía.