La salvajada de Putin

Es difícil predecir cómo acabará la guerra. Pero dos cosas parecen claras: que esto tiene mal arreglo, y que perderemos todos

13 abril 2022 05:30 | Actualizado a 13 abril 2022 09:12
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Vaya por delante, en una primera aproximación, que la acción de Putin en Ucrania me parece la mayor salvajada humana desde la Segunda Guerra Mundial. Invasión de un país soberano, bombardeos masivos e indiscriminados de ciudades buscando atemorizar a un pueblo para obligarle a claudicar, y desprecio absoluto de la población civil.

El daño que el dirigente ruso ha ocasionado al derecho internacional es también inmenso. Principios como el de buena fe, arreglo pacífico de las controversias, prohibición de uso de la fuerza e integridad territorial han saltado hechos añicos. Y sobre todo el principio de confianza. ¿Qué confianza podemos tener de que Putin no hará lo mismo con otros países de su entorno que ven, angustiados, la masacre ucraniana? ¿O que –si se le tuerce la guerra de Ucrania– no apretará el botón nuclear contra la Europa Occidental?

Y es que Putin es un hombre peligroso y nada fiable. Y esa opinión generalizada no es de ahora. Nada más acceder a la vida pública se le vio el percal. Imperialista, de gatillo fácil, y con una sola idea en el centro de su diana: recomponer, en la medida de lo posible, la extinta URSS. Y al que poco parece importarle la suerte de sus ciudadanos, a juzgar por el empobrecimiento (el PIB per cápita de Rusia es poco más de un tercio del nuestro) y el sufrimiento a que los tiene sometidos. Y le importan menos aún los de Ucrania, a los que trata de ‘convencer’ con misiles y tanques.

Pero hay muchos rusos de buena fe y no sería justo meterlos en el saco de Putin. Son también víctimas de su barbarie. Tanto los que viven en suelo ruso, oprimidos y aislados de la información, como los residentes en el extranjero, que tienen que sufrir la ignominia de un dirigente que tiene todos los números para sentarse próximamente en el banquillo de algún tribunal penal internacional.

Otro aspecto que ha puesto de manifiesto la invasión de Putin es la fragilidad de la vida humana. De la noche a la mañana los ucranianos pasaron de ser ciudadanos libres y en paz, con una vida normal, a refugiados en terceros países o usuarios de los sótanos en el propio, para guarecerse de las bombas. Y aunque en menor medida, también ha cambiado la vida de los ciudadanos de muchos otros países, unos, vecinos de Rusia, que temen, angustiados, ser los destinatarios del próximo zarpazo, y los otros, que están sufriendo las consecuencias en forma de inflación, aumento generalizado de precios, movilizaciones sociales, etc. Sin contar el peligro que corremos todos de que el conflicto de Ucrania sea la mecha de la Tercera –y última– Guerra Mundial.

Putin es un hombre peligroso y nada fiable. Imperialista, de gatillo fácil, y con una sola idea: recomponer la extinta URSS

Los septuagenarios de la Europa Occidental nos consideramos unos privilegiados por ser la primera generación que ha llegado a esas edades sin haber conocido, ni sufrido, una guerra, algo de lo que no pudieron presumir, ni gozar, nuestros antepasados. Y todos somos conscientes del inmenso progreso que esa paz ha llevado a la mitad occidental del continente europeo. Pues bien, ese valor tan preciado podría verse comprometido según cómo vayan los acontecimientos.

Quien se está cubriendo de gloria con la guerra de Ucrania es la ONU. Paralizada por el derecho de veto de Rusia, juez y parte en el conflicto –y, si hiciera falta, el de China–, la ONU está con las manos atadas y prisionera de sus propias reglas fundacionales. O se revisa esa facultad unilateral de cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, por ejemplo exigiendo que el veto sea de dos países al menos, o su porvenir en favor de la paz es sombrío.

Otra circunstancia que llama poderosamente la atención es la escasa eficacia del ejército ruso. Sus dirigentes pensaban que la invasión de Ucrania sería un paseo triunfal tipo Hungría y Checoslovaquia, pero medio centenar de días después de iniciarla se han visto incapaces de sitiar Kiev y están reculando, con el rabo entre las piernas, hacia el Donbás. Un estrepitoso fracaso del «segundo ejército más poderoso del mundo», que más bien parece un oso con pies de barro.

Esa realidad tan amarga para Putin le ha hecho cambiar de estrategia, y todo hace pensar que su objetivo ahora es concentrar sus esfuerzos en el Donbás y en el cordón umbilical de Mariúpol, que une esa región con Crimea. Dos hechos objetivos abonan la teoría de que allí se producirá una gran ofensiva rusa, la madre de todas las batallas: de un lado, la concentración y el reagrupamiento de las tropas rusas en la zona; y, de otro, el nombramiento del general Alexander Dvornikov como máximo responsable del ejército ruso en el conflicto con Ucrania, una persona caracterizada por su brutalidad y política de tierra quemada en la guerra de Siria. Un aviso para navegantes, vaya.

Si la victoria cae del lado de Putin, querrá como premio la anexión de toda esa región del sureste ucraniano, una tajada que creará un peligroso precedente para el futuro. Si pierde, habrá sufrido la mayor humillación de las últimas décadas, lo que le convertirá en un tigre herido peligroso.

Es difícil predecir cómo acabará la guerra. Pero dos cosas parecen claras: de un lado, que esto tiene mal arreglo, muy malo. Y, de otro, que perderemos todos, unos más que otros, pero todos resultaremos damnificados. Aunque dentro de lo malo, un pequeño consuelo: la UE ganará en cohesión, pues nada une tanto como el enemigo común externo y el sentimiento de pertenencia a una comunidad.

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