La repentina muerte del fiscal general del Estado, José Manuel Maza, ha reabierto con especial relevancia el debate sobre la figura del Ministerio Público. El Gobierno de Rajoy ha atravesado por no pocos problemas para cubrir este puesto estratégico para el buen funcionamiento de la administración de Justicia. El dilema que aparece cíclicamente busca respuesta a si la figura del fiscal general del Estado debe obedecer jerárquicamente a pies juntillas las órdenes del Gobierno de turno o bien debe actuar con mayor grado de independencia del Ejecutivo. En la última etapa la Fiscalía General del Estado ha sido vista como un organismo del Ministerio de Justicia que ha obrado más a las órdenes del ministro que por criterios propios por los que se debe regir el acusador popular. De las dificultades de Rajoy para dar con la figura idónea para el puesto hablan a las claras las últimas experiencias en el puesto. En los tres últimos años, han ocupado el puesto tres fiscales generales. Eduardo Torres Dulce dimitió en 2014 por desavenencias con el Gobierno, precisamente por su postura con la consulta catalana del 9-N. Tras su salida, Rajoy nombró a Consuelo Madrigal, una fiscal de perfil más bien discreto. Madrigal estaba convencida que sería reelegida en su cargo, pero de forma inesperada fue cesada y se nombró a José Manuel Maza.
Era evidente que el Gobierno buscaba una figura con mayor aplomo que Consuelo Madrigal, alguien a quien no le temblara la mano para afrontar el procés soberanista de Catalunya. Y lo encontró con creces. Algunos analistas consideran que incluso con un esmero desmesurado. Ayer, sus colegas en la fiscalía decían que Maza era «más papista que el Papa». El rumbo que trazó, y que ha dado con medio Govern en la cárcel, ha desarbolado las propias intenciones del Ejecutivo de Rajoy que ahora intenta suavizar el exceso de celo con que Maza recogió el encargo. Sería deseable que su sucesor accediera al cargo por estrictos méritos de la carrera fiscal, sin ningún añadido ideológico.