No me gusta nada el metro (prefiero madrugar y caminar dos horas), pero es un observatorio humano fenomenal. Almodóvar contó en una entrevista que echaba de menos sentarse en el vagón y ser una mirada anónima. En París es inevitable si uno no quiere acabar con sus economías pagando taxis o Uber o volviéndose loco dentro de un bus. La ciudad es un embotellamiento que tiende al infinito. Pero como ejercicio antropológico no tiene igual. A mi derecha una joven con cascos enormes leyendo a Stendhal. Casi me da un pasmo. Atenta y feliz, con los labios bien rojos y la melena despeinada. Solo le faltaba fumar un cigarrillo. A mi izquierda turistas japoneses despistados. Provocan una ternura infinita. Delante un par de mujeres salidas de una película de Godard. Una con un abrigo perfecto azul marino (todo es azul marino en París, es el color oficial de Francia), su amiga con un corte de pelo a lo garçon. Entre ambas 160 años. Ambas con gafas de sol enormes de Céline, escucho como despellejan la última colección de Chanel. Que nada es lo que era, que ellas por Karl (Karl, como si fuese su cuñado) mataban, pero que desde su muerte ya no se compran ni un rouge. No. Ahora prefieren los pintalabios de Hermés, dónde va a ir usted a parar... o Hermés o muerte. Los japoneses les querían sacar una foto y ellas coquetas sonríen y se dejan. Ay París...
Metro
02 abril 2025 20:37 |
Actualizado a 03 abril 2025 07:00

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Un articulo de Natàlia Rodríguez
Directora
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