El sofrito

06 junio 2024 19:39 | Actualizado a 07 junio 2024 07:00
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Por suerte vivo en un edifico donde el aroma del sofrito inunda la escalera. El olor del sofrito es el olor de la infancia. Es el olor de mi madre y mi abuela en sus cocinas con las gafas empañadas por el vapor de la cebolla confitándose. Mi madre que me despertaba al alba y antes de irse al trabajo tenía las croquetas o la carn d’olla en danza y me ofrecía un poco de lo que estaba cocinando, «no pudes salir con el estómago vacío». En ayunas, el sofrito. Por favor, no.

Han pasado cincuenta años y algunas veces, cuando me da por cocinar, me esmero en repetir los gestos al picar un ajo, al remover una salsa y pienso en lo que daría por desayunar un plato de mi madre o de mi abuela. Insisto en perpetuarlas a base de estrujarme el cerebro y recordar cómo se ataban el delantal. Si pudiera hablar con mi yo de entonces, le pediría indulgencia. Mira que lo hacen porque te quieren. No rechaces el cariño, es muy raro. El de una madre, además. De un padre, a veces. No vuelve más en esa forma. Pasarás la vida buscando uno que se le parezca. Apesta, el sofrito en ayunas, pero luego llega un día en la vida en el que subes las escaleras de tu piso de adulto más o menos solitario, sientes ese olor y te saltan las lágrimas.

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