Las democracias liberales sufren graves y diversas amenazas por enemigos externos e internos, que son los más peligrosos, según se está demostrando. Si tomamos como referencia los últimos 40 años, podemos poner ejemplos tan claros como preocupantes. La amenaza del constructivismo y del populismo autoritario apoyada por los avances tecnológicos, el uso bastardo de las redes sociales, que permiten una difusión más amplía y casi instantánea de noticas falsas, bulos y descalificaciones para alcanzar el poder y manipularlo en su propio beneficio, está erosionando gravemente los cimientos de nuestra civilización por la pérdida de principios y valores básicos para mantener una sociedad solvente y garante de los elementos básicos de respeto a las leyes, defensa de las instituciones y con unos dirigentes políticos con credibilidad y coherencia.
Por desgracia, los ejemplos de populismo atroz que arrasaron el mundo de la mano de los nazis, los fascismos y el estalinismo basado en un comunismo leninista arrollador han servido de lección durante algunas generaciones, pero en los últimos años asistimos a una degradación letal para democracias tan asentadas y relevantes como la de Estados Unidos, con el fenómeno Trump, frente a modelos asumidos en otras superpotencias con el comunismo capitalista en China y el caudillismo en Rusia. A partir de aquí, Europa sufre una dinámica populista muy preocupante con una debilidad política y social que se ha visto agravada por las crisis económicas y financieras, el coronavirus, y ahora la invasión rusa de Ucrania y la pugna entre Estados Unidos y China. En segundo plano ha quedado en este tiempo América Latina. Por no hablar de África, donde los golpes de estado de los últimos meses patrocinados por Moscú nos han abierto los ojos abruptamente.
En los últimos días, la cruda realidad en demasiados países de América Latina, en este caso en Ecuador, ha hecho saltar todas las alarmas. El crimen ostenta y ejerce el poder. El asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio sacude el país y las amenazas de los narcoterroristas demuestran una impunidad inaceptable y una extensión de la influencia del crimen organizado que condiciona la vida, la política, la economía y la convivencia en países como México, Colombia, Perú y Venezuela, entre otros. Los narcoterroristas corrompen instituciones, personalidades y funcionarios de todos los niveles con el dinero que produce el consumo en demasiados países. En España, debemos tomar nota y evitar tajantemente que crezcan las bandas juveniles y el narcotráfico. Y eso implica también condenar públicamente el asesinato de Villavicencio.