Fue decano del Col·legi d’Advocats de Reus durante trece años, hasta 2016. Expresidente del Consejo de la Abogacía catalana, es concejal de Ciutadans en el Ayuntamiento de Salou.
En Cataluña, en los últimos años, ha sido una constante la utilización de frases o palabras bien sonantes, que sirvieron para ocultar la falta de base democrática y jurídica de algunas de las propuestas de los partidos independentistas. Desde el inicial «derecho a la autodeterminación» que se trasformó en «derecho a decidir», seguramente al darse cuenta de que el primero estaba perfectamente definido por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y por diferentes resoluciones de Naciones Unidas que lo interpretaban, y en ningún caso era aplicable a la situación política de Cataluña.
Así surgió el nuevo concepto de «el derecho a decidir», definido por algunos de sus defensores como, ni más ni menos, el principal derecho humano, a pesar de no constar en la Declaración Universal de Derechos Humanos, y no existir como tal en la ciencia jurídica, ya sea constitucional o internacional. Y así podemos seguir con el «això va de democracia», «el món ens mira», «la revolució dels somriures», «radicalidad democràtica», «el mandato del 1-O» y otros muchos que únicamente ocultaban la falta de base democrática.
Ahora el presidente Aragonés ha añadido un nuevo eufemismo al catálogo, presentando su propuesta de «Acuerdo de Claridad», en clara referencia a la Ley de Claridad Canadiense. Sorprende que el presidente de la Generalitat en su discurso de fin de año reitere una propuesta que democráticamente el parlamento rechazó pocos días antes e insista en alcanzar el señalado acuerdo en el 2023.
Pero analicemos la propuesta de Aragonés que pretende ser una especie de imitación de la Ley de Claridad que aprobó el parlamento canadiense para establecer las bases de un nuevo referéndum en el Quebec. La ley canadiense tiene su origen en el dictamen emitido por la Corte Suprema de Canadá a tres preguntas que le formuló el Gobierno, ante la posibilidad de realizar un tercer referéndum en la provincia de Quebec. Quizás al presidente Aragonés le interesaría leer el certero análisis que del texto de la Corte canadiense hizo Carmen Chacón, junto con Agustín Ruiz en el año 1999, cuando era profesora de derecho constitucional de la Universidad de Girona, bajo el título El Dictamen Sobre La Secesión De Quebec: Un Comentario.
A raíz de la resolución del tribunal, el Parlamento canadiense aprobó la Ley de Claridad, que recoge en un texto articulado las respuestas de la Corte Suprema, pero el contenido de la Ley y el supuesto acuerdo de claridad propuesto por Aragonés no tiene otro parecido que el nombre, la Ley de Claridad tiene una base indiscutiblemente democrática, mientras que el acuerdo de Aragonés pretende ser un acuerdo entre agentes sociales, económicos y políticos, todos de la esfera catalana, que fije las condiciones de un referéndum consensuado con el Gobierno.
Me resultaría interesante saber qué legitimidad democrática tienen esos agentes sociales económicos y políticos para establecer las bases de un nuevo referéndum, es una manera de ocultar nuevamente que carecen en la sociedad catalana de lo que la ley canadiense denomina mayoría clara.
La ley canadiense, a la que pretende imitar Aragonés, establece la imposibilidad de utilizar la vía unilateral por parte de cualquier provincia. Así mismo, y de allí su nombre, establece que la pregunta debe ser clara y el resultado del referéndum debe tener igualmente una mayoría clara. En ambos casos el Tribunal no estableció qué se entiende por una pregunta ni por mayoría clara. En este sentido, entendió que no es competencia de los tribunales determinar la pregunta ni la mayoría necesaria, y dictamina que debe ser el parlamento canadiense quien, en ambos casos, lo establezca.
Pero, además, y esto es esencial, en el supuesto de que se diesen las mayorías suficientes en la provincia que quiera iniciar un proceso hacia la independencia, y que el parlamento canadiense determinase que existe una mayoría clara, en todo caso muy superior al 50% de la población, debería iniciarse la reforma de la Constitución. Reforma que debe contemplar cómo materializar la independencia de la provincia y en la que debe participar toda la ciudadanía canadiense, así como votarse por todos ellos.
Todo ello prácticamente imposibilita que una provincia obtenga la independencia si no hay un gran consenso en la sociedad canadiense y una gran mayoría a favor, puesto que la resolución final está en manos de toda la población y no solo de los habitantes de la provincia que pretenda la secesión, cuestión ésta que no se ha dado nunca en Canadá ni tampoco en España. Así mismo, esta configuración jurídica constitucional canadiense es única en el derecho comparado, como bien recuerda Carmen Chacón en el estudio antes referenciado, calificándolo como un caso extraño en el derecho constitucional.
Como ya habrán comprobado, la propuesta de Aragonés es todo menos clara, y, si lo que pretendía era iniciar un proceso parecido al del Quebec, el único parecido es el nombre. Imitar un término no le trasfiere la legitimidad democrática que tiene el término a imitar. La legitimidad democrática debe ganarla Aragonés, y no es la mejor manera acudir, como siempre ha hecho el independentismo, a actores ajenos a los representantes del pueblo, libremente elegidos por la ciudadanía, para ocultar que no tienen esa mayoría clara, ni para la independencia ni para un nuevo referéndum.