Algo se mueve. Sutilmente, pero definitivamente. En pocos días empiezan a caer titulares que llevaban congelados mucho tiempo. Demasiado tiempo. Lo malo de las promesas incumplidas o estancadas es que generan una desafección generalizada por la política. «Puedo prometer y prometo», ya no es una fórmula válida para nadie. Vivimos en una sociedad aterrada por el futuro, obsesionada por predecir y proyectar, controlar y planificar.
¿Quién se atreve hoy a prometer algo? Los políticos continúan haciéndolo como si nada. Obras, puestos de trabajo, murallas, utopías. Prometen y prometen. Prometer debería ser una forma de rebelión que abra la batalla por el valor de la palabra política en un presente incierto y un futuro amenazado. Prometer debería ser una acción de tal valor que ninguna formación política pueda permitirse el lujo de no aplicar el objeto de la promesa. La tentación reaccionaria es restaurar las grandes promesas que jamás se cumplirán. El valor de las promesas en nuestras sociedades es muy escaso, máxime cuando las crisis se suceden una tras otra —económicas, sanitarias, bélicas, democráticas– y las sociedades miran al futuro con desesperanza. Pero parece que algo está cambiando. En el Camp de Tarragona no estamos acostumbrados a que se cumplan las promesas. La lista de pendientes de este Govern es interminable, tan vieja que hay secretarios como Manel Nadal que van a tener un déjà vu de campeonato. Los mismos papeles de quince años atrás. Por eso, el empujón definitivo que ayer recibió el proyecto de tranvía del Camp no deja de ser sorprendente. Tras muchos años de dudas, de negativas o de reticencias (todas ellas razonables y razonadas) por fin una promesa se cumple. Casi no estamos acostumbrados a este tipo de situaciones. Casi no sabemos ni escribirlas. Nos felicitamos por ello. Y agradecemos la capacidad de negociación de todos los implicados. Nos subimos a ese tren con alegría.