Donde brillan los recuerdos

El tiempo vuela cuando somos dichosos y este año ha durado lo mismo que el pasado, aunque lo hayamos percibido con días saturninos de casi novecientas horas

17 diciembre 2020 17:48 | Actualizado a 17 diciembre 2020 17:51
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El universo comenzó cuando el espacio, el tiempo y el movimiento se pusieron a bailar. El espacio se ha reducido, la movilidad restringido y este 2020 los relojes se han puesto blandos como en el cuadro de Dalí. Nuestras mentes han sufrido un shock que afecta a nuestra capacidad cognitiva y, sin el espejo retrovisor del futuro, ya no se ven claros los recuerdos. 

De todo cuanto ha sucedido (miedo, muerte, ruina, dolor, locura, angustia, desamparo o incertidumbre) quizá lo más extraño de esta pandemia sea cómo ha trastocado nuestra noción del tiempo. Con mayor o menor intensidad, todos padecemos un trastorno llamado displasia temporal, perder la concepción real del tiempo, aunque cabe la posibilidad de que ni tal anomalía ni el tiempo mismo, existan más allá de nuestra ilusión.

La guerra contra el virus asesino que vamos perdiendo debería ser implacable, pero los gobiernos se enfrentan a la Navidad cuando nos inunda la melancolía. El tiempo sigue inexorable hacia adelante y todo el que vuelva a su pueblo a ver a su madre conoce el riesgo de caminar a contratiempo. La nostalgia solo es dolor por no poder regresar hasta ese lugar de la infancia en el que fuimos inocentes y felices. 
Tras haber soportado varias campañas institucionales macabras sensibilizando al rebaño de la propagación del virus –pito, pito, gorgorito o hoy enterramos a la abuela–, pensaba que los creativos publicitarios de Sanidad usarían la banda sonora de ¿Adónde vas pastorcillo? y una estética entre El Almendro y el turrón 1880, para advertir que volver a casa puede resultar la tableta más cara del mundo.  

Apostábamos por el matasuegras que, a diferencia de las serpentinas y del confeti, fue un arma idónea en distancias cortas. Inventada por un agente de la K.G.B. en 1950, había una versión festiva y otra letal que lanzaba un dardo a la yugular durante los brindis con vodka. Sergei Alvarov se cargó involuntariamente a la madre de su mujer con un soplido.

El tiempo vuela cuando somos dichosos y este año ha durado lo mismo que el pasado, aunque lo hayamos percibido con días saturninos de casi novecientas horas. Las personas necesitan reencontrarse con los suyos y hay muchos jóvenes confinados voluntariamente para reducir los riesgos hasta que llegue el momento de extender los brazos. Por evitar que se trate de un viaje relámpago que dure un suspiro, existe una gran demanda de test de covid. Regalar un PCR son besos al pasar por debajo del muérdago, y más besos tras las doce campanadas que mandarán a este año al pasado, envuelto para regalo. 

Muchas personas, también de la comunidad científica, no comparten que la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios trate de forma tan restrictiva el acceso a los test en sus distintas modalidades: podrían estar a disposición del público, mucho más baratos que en un laboratorio, son sencillos de hacer en casa, no haría falta que se desplace un sanitario a domicilio ni recetarlos un doctor, pues pierde celeridad la detección precoz. 

Cuántos más se hicieran, mejor contribuirían a ayudar a la sanidad pública y privada en la lucha contra la pandemia. Pero hay resistencia, parece que les importe más contarnos que salvarnos, se cuestiona por las autoridades sanitarias que sean pasaportes de protección; quien los consigue, calla, existe un mercado negro y otro clandestino en farmacias. Y no confiar en la responsabilidad de los ciudadanos es restringir el derecho a los achuchones, restar efectivos y darle mucha ventaja al enemigo. 

El Ministerio de Sanidad, en vez de tratarnos de idiotas, podrían crear una aplicación digital con la que corregir los estragos del tiempo comprimido y sacar todo el partido a las celebraciones navideñas exprés. Con consejos como atenuar la iluminación y anticipar el ocaso o aumentar la frecuencia de los parpadeos de las luces navideñas. También servir deshuesada la carne, pelado el marisco, remitir por trasferencia el aguinaldo o beber el cava con pajita para salir piripi al amanecer como la nochevieja pasada, cuando empezó esta pesadilla, con la trompeta, el collar hawaiano y las gafas de la nariz roja. 

La Navidad es donde brillan más que nunca los recuerdos para poder perseguirlos. Parece que el planeta ha dejado de respirar y nosotros con él, y es momento de recordar que, si el reloj se derrite, no hemos de contener la respiración sino inhalar y exhalar profundamente. Los niños y los viejos, sin memoria, viven el presente sin ser conscientes de que hubo un antes, habrá un después y hay un ahora para preguntarnos si somos más dueños del tiempo que cuando todo sucedía a contrarreloj. 

Aprovechando el espíritu navideño hasta el ministro de Sanidad se ha redimido y Salvador Illa ha presentado un soso anuncio que nos traslada la importancia de pasar la noche con la ventana abierta y el eslogan: «Cuidarnos es el mejor regalo de Navidad». Pero si quieren llenarse los ojos de lágrimas, no se pierdan el enternecedor spot alemán Herzensangelegenheit, ‘asunto del corazón’: Un viejo levanta una pesa rusa durante las semanas previas a estas fiestas, ante el asombro de sus chismosos vecinos, hasta conseguir elevarla por encima de su cabeza. Alentado por un portarretratos, se ha entrenado para poder aupar a su nieta en Nochebuena y que coloque la estrella dorada sobre la copa del árbol. 

Escritor y editor afincado en Tarragona, autor de obras como ‘El efecto Starlux’ y, más recientemente, ‘Ese otro que hay en ti’. Impulsor del premio literario Vuela la cometa.

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