No sé cuánto tiempo se necesita para leer esta columna. Entiendo que bastante menos del que tardo en escribirla, que servidora es de metabolismo lento, pero apuesto a que su lectura no llega al minuto. Mira tú por dónde, menos de lo empleamos en devorar un Bollycao. O en acabar con lo que se nos ponga por delante: el tiempo que invertimos en construir algo es inversamente proporcional al que tardamos en destruirlo. Tres años para levantar un edificio y veinte segundos para demolerlo. Diez meses componiendo un disco para que lo destroce en un tuit un tío que se huele los calcetines por la mañana. Dos horas preparando un rosbif para que tu primo, el que va de gourmet porque un día saludó a Arguiñano, te diga que está crudo. «¡Sois destructores!», les hubiera gritado Rocío Jurado. También es verdad que la Jurado hubiera gritado muchas más cosas hoy. Pobre.
No intentamos «ver el mérito que nos ha pasado inadvertido y descubrir encanto donde solo esperábamos aburrimiento», que decía T. S. Eliot. Qué va. Para qué; es mucho más divertido arrasar con todo y sentirte el rey del mambo. Hay poca crítica fundamentada y no valoramos, apenas, el trabajo ajeno, solo el nuestro, que parecemos ministros del ramo, ocupadísimos, liadísimos. Será por eso por lo que muchos artículos se encabezan con los minutos aproximados de lectura, para que antes de echárnoslos al ojo podamos valorar si merece la pena invertir nuestro tiempo en conocer las enfermedades que torturaron a César Augusto o saber con quién se ha comprometido Paris Hilton, que lo mismo te puede interesar el imperio romano que el hotelero. Por cierto, para leer esta columna solo se necesitan cuarenta y cinco segundos. Lo acabo de calcular.