El largo camino hacia la paz perpetua, soñada entre otros por aquel revisor de conciencias llamado Immanuel Kant, que recorrió el mundo sin moverse de la Prusia oriental donde había nacido y sin que le tentaran los grandes viajes, se está haciendo cada vez más pequeño. Nos enteramos de lo más lejano porque estamos cerca de lo próximo, aunque sigamos distantes del prójimo. El espantoso atentado de Turquía apenas ha supuesto un par de minutos en los telediarios y únicamente dos y medio en los periódicos nuestros de cada día. Lo que dura ojear sus páginas en busca de algo que de verdad nos interese. Un centenar de personas dejaron de serlo durante una manifestación convocada para apoyar la paz. Como siempre, el número es impreciso, ya que el balance de fallecidos aumenta cuando se hacen cuentas de los heridos de mayor gravedad.
Dan ganas de apearse de un mundo como éste pero no conocemos otro, a pesar de las reiteradas promesas acerca de su existencia. Algunos avezados teólogos han acertado a describirlo con todo lujo de detalles, como si hubieran acabado de regresar a él, pero su cartografía, en la que profundizó Dante, no es verificable. De ahí que nos refugiemos en el egoísmo. He conocido a grandes escritores cuyas obras completas podrían haberse titulado ‘Mi ego y yo’. Alguno, más agraciado por el suave don de la modestia, le dijo a un periodista que llevaba una hora preguntándole por los pormenores de su inconmensurable obra:
–Bueno, bueno, ahora hablemos de usted. ¿Que le ha parecido mi último libro? Quizá no haya otra manera de pertenecer al mundo que sentirse una parte de él y acompañar en el sentimiento a los que han tenido la involuntaria ocurrencia de coincidir con nosotros en el tiempo y en el espacio. Dos cosas que no sabemos lo que son, pero que no nos parece que sean mucho de fiar, por que se acaban la una con la otra.
