Quien más quien menos ha oído hablar de la obsolescencia programada de los electrodomésticos, mediante la cual se establece de antemano la vida útil de un producto de modo que, transcurrido el tiempo previsto, éste se vuelve obsoleto o deja de funcionar, lo cual obliga a su cambio por uno nuevo, aumentando la frecuencia de compra de los consumidores.
La magnitud y rapidez de las innovaciones tecnológicas no solo fuerzan la necesidad de cambiar los dispositivos de nuestro entorno, sino también nuestra capacidad de adaptación a las nuevas funcionalidades y requisitos de uso. Aunque muchos quieran ser intuitivos y de fácil manejo, todos vienen acompañados de sus manuales de instrucciones y requieren de un tiempo de aprendizaje y práctica que nos obligan a un aprendizaje continuo.
Este fenómeno adaptativo, que hemos asumido en nuestro día a día más cotidiano, también se produce en los entornos de trabajo, ante la rápida evolución de los procesos productivos y la necesidad de nuevas competencias y habilidades. Que la formación es el principal ascensor social de las personas no es nada nuevo y todos sabemos que es una condición necesaria para prosperar en la vida, pero nunca, como ahora, la formación se había convertido en una actividad tan demandada en el ámbito laboral.
Hasta no hace tanto, en la vida de las personas se podían diferenciar claramente tres etapas: la primera, que corresponde con la infancia y juventud, estaría centrada básicamente en la educación; la segunda, que recae sobre la vida adulta, coincidiría fundamentalmente con la vida laboral y, por último, la tercera etapa, que atañe a la senectud, se identificaría con el retiro. Sin embargo, algo ha cambiado de forma drástica en los últimos años ya que el largo periodo de formación y aprendizaje de la primera etapa de la vida ya no es suficiente para mantenerse indefinidamente en el mundo laboral de la etapa adulta.
En la actualidad, resulta imprescindible renovar o adquirir nuevos conocimientos y habilidades periódicamente, lo que se conoce como ‘estar al día’, y así poder mejorar el rendimiento y motivación de los trabajadores. De modo que la formación ya no es solo un requisito para acceder a una actividad remunerada, sino un elemento clave para conservar o, incluso, cambiar de puesto de trabajo cuando las circunstancias así lo requieran.
Esta necesidad de formación a lo largo de la vida es uno de los grandes retos al que se enfrenta nuestra sociedad, ya que de ello dependen las políticas activas de empleo y la capacidad productiva del país. Tanto la reducción de las tasas de desempleo, como la capacidad para producir bienes y servicios acorde con las demandas cambiantes de los mercados, pasan por la capacitación de forma continuada de la mano de obra de cualquier sector, no solo de la relacionada con las nuevas tecnologías.
Se podría decir que buena parte de los conocimientos que hoy se aplican en el mundo laboral tienen fecha de caducidad y que únicamente con el hábito de la formación continua podremos combatir la ‘obsolescencia’ de dichos conocimientos.
Aunque se trate de intangibles, son más necesarias que nunca las políticas e inversiones orientadas a cubrir las necesidades de formación continua de trabajadores y empresas para para generar y mantener empleos, seguir siendo productivos, disponer de personal cualificado y con talento, y adaptarse a la transformación digital.
Con la pandemia se han acelerado procesos y puesto en evidencia carencias de nuestros sistemas de producción, revelando que sin capacidad de adaptarse y de responder a las nuevas demandas de los mercados es muy complicado mantener los niveles de ocupación y productividad deseables.
Y dicha capacidad de adaptación pasa, necesariamente, por disponer de sistemas de formación continua que permitan dar respuesta a tales demandas, no solo para reciclarse sino incluso para reinventarse y cubrir la demanda de nuevas profesiones. Además, se ha comprobado que la formación de los trabajadores permite su crecimiento profesional, lo cual favorece su evolución y compromiso con la empresa.
Los que nos dedicamos a la formación también tenemos nuestros deberes, dado que estamos obligados a captar las necesidades de formación y a crear o adaptar nuestros planes y programas formativos, a menudo contra reloj. La colaboración entre instituciones educativas, empresas y trabajadores resulta imprescindible para ello. En esta línea, el objetivo 4 de la Agenda 2030 sobre educación ya determina la necesidad de promover oportunidades de aprendizaje permanente para todos y de aumentar el número de personas con las competencias necesarias para acceder a un empleo.
Para hacer frente a estos retos se necesitan nuevas alternativas o enfoques a las tradicionales formas de enseñanza y las pedagogías emergentes podrían ser el medio para lograrlo. Aunque puedan sonar a nuevas, sus planteamientos ya fueron formulados por Célestin Freinet o por Maria Montessori, entre otros, hace más de un siglo en lo que se conoce como ‘Escuela nueva’. Sin embargo, en el planteamiento actual se añade, en todo caso, el uso de las nuevas tecnologías en el ámbito de la enseñanza, aunando las tecnologías y pedagogías emergentes con el objetivo de dar respuesta a las necesidades formativas presentes y venideras.
En palabras de Begoña Cros, «las pedagogías que emergen deben posibilitar la eliminación de los muros del conocimiento dotando a las personas de la capacidad suficiente para enfrentarse a un aprendizaje a lo largo y ancho de la vida». Por ello, la educación ya no se percibe como un conjunto de disciplinas estáticas que pueden ser estudiadas de forma fragmentada en un momento dado, sino que se convierte en un punto de encuentro entre docentes y estudiantes que, de forma activa y continua, colaboran conjuntamente para identificar necesidades formativas y desarrollar procesos de aprendizaje e intercambio de información.
No obstante, el uso de las nuevas tecnologías no se reduce a la búsqueda de datos o a la teleasistencia, sino que tienen que ser herramientas que permitan, de acuerdo con Cros, la creatividad, la colaboración y la productividad en formatos multimedia, dando apoyo y facilitando, además, las relaciones entre docentes y estudiantes. De este modo, la educación no se reduce a la simple adquisición de conocimientos y otorga a los estudiantes el protagonismo y la capacidad para ‘aprender a aprender’ e ir más allá de los contenidos prescritos por los docentes.
En este sentido, y además de la formación reglada, desde las universidades también tenemos que ofrecer programas formativos emergentes que permitan a los estudiantes, desde la libertad de escoger sus itinerarios educativos, ir construyendo de forma abierta su propio mapa de conocimientos y competencias a lo largo de la vida, en función de los intereses y necesidades de cada momento, de modo que puedan alcanzar sus objetivos profesionales incorporando la capacidad de formarse de manera continua como una nueva competencia primordial.
El futuro empieza cada día y la necesidad de nuevos conocimientos también, de modo que aprovechando las oportunidades que nos brindan la formación continua y los programas emergentes, junto a los avances de la tecnología, es posible evitar quedar ‘obsoletos’ cual electrodomésticos y alcanzar las metas laborales y personales que nos propongamos.