Siempre estamos en una encrucijada: creer o no lo que nos dicen. Piensen ustedes que hay profesiones, relacionadas generalmente con el derecho, en que casi nunca debe creerse lo que nos digan: «yo no la maté», dice el asesino en las series y ni tan solo nosotros somos capaces de creerlo... La verdad es que hay mucha gente que proclama abiertamente que no cree nada de lo que le dicen. ¿Han pensado alguna vez en lo duro que es eso?
Hace unos siglos había muchos principios inamovibles que debían creerse o se creían porque de lo contrario le quemaban en la hoguera. La religión y la política eran temas tabús y se utilizaban todos los métodos imaginables para que nadie se plantease desobedecer los principios establecidos.
Recuerden que, en la Edad Media, las castas eran inviolables: quien nacía en familia de artesanos, artesano sería, quien nacía noble, noble sería y quien nacía pobre, la miseria le seguiría. Creer era la forma de ejercer el dominio sobre los demás y de imponer unas normas de comportamiento que hoy serían impensables. Pero muy pocos se atrevieron a enfrentarse a la injusticia de algunas de esas normas. Así era el mundo.
La libertad genera mucha incredulidad, que utiliza los mismos mecanismos mentales para justificar que el mundo es como es: todos los políticos mienten, lo peor está por venir y nos iremos por el sumidero. Igual podríamos llamar a esa predisposición a creer o no creer, determinismo histórico.
Somos el fruto de una sociedad con unos principios que sean positivos o negativos, guían nuestros pasos y nublan nuestra mente. Porque, ya me dirán ustedes si creer en todo o en nada no son dos posiciones simplificadoras y faltas de reflexión. Pero es dramático constatar que hace muy poco, durante el fascismo en Europa, volvieron a utilizarse argumentos simplificadores como la pureza étnica y la represión más violenta para justificar barbaridades descomunales.
He ayudado a algunas empresas en que el discurso de los directivos y el de los empleados no tenía nada que ver. Si los primeros ensalzaban los valores del crecimiento, el éxito en los resultados y el buen rollo, los segundos criticaban abiertamente a la dirección porque no escuchaba, no hacían caso, tomaban decisiones irracionales o tenían actitudes del tipo: «si no te gusta, te vas». Cuando tenía que hacer el resumen de lo que habían dicho los empleados, los directivos no se lo podían creer. «¿Eso es lo que han dicho? ¿Quién ha sido?».
Mi tendencia natural es la de creer primero a los empleados porque, al tener la posibilidad de conocer tantas empresas diferentes, aquellas en que realmente hay buen rollo se distinguen porque los empleados entienden las razones de los directivos al tomar decisiones difíciles y las hacen suyas. Y se me ocurre que entienden porque se lo han explicado bien, de forma transparente. Pero también he podido observar que cuando se caía en el «no me creo nada» o en el «eso es así y lo contrario es imposible», entonces la situación tenía muy difícil arreglo.
Llegamos a dejar de creer cuando alguien, de forma reiterada, nos engaña, miente o no escucha lo que decimos. Y esa incredulidad se arraiga en nuestras emociones de forma tan indisoluble que nos parece que no hay vuelta atrás. Creer porque no me queda otra, aliviándome no tener que pensar y decidir, o no creer porque me han demostrado mil veces que no puedo fiarme y paso de ellos. ¡Que tremendo dilema para quienes tenemos la voluntad de cambiar el mundo y hacerlo mejor!
Hay un par de cosas que pueden ayudarnos cuando nos encontramos frente a una situación de falta de fe: la transparencia y la humildad. Borrar las preconcepciones es muy difícil pero cuando uno se reserva el tiempo necesario para escuchar y hacer buenas preguntas a quienes no creen, cuando nos centramos en los porqués y el cómo lo harían ellos, de repente se puede ver la luz al final del túnel.
Poner toda la información a disposición de los demás, aclara. Escuchar atentamente haciendo las buenas preguntas siempre ayuda. Y creer profundamente que los demás tienen sus razones, nos hacen inmensamente humildes. Y eso se nota, lo notan y ayuda al cambio.
Xavier Oliver es profesor del IESE Business School