Es sabido que muchas personas, quizá demasiadas, piensan que todo lo que había que aprender ya está aprendido. Se consideran depositarias de una sabiduría perenne que les permite ir por el mundo expresando opiniones sobre cualquier cosa como si nada.
Dicen los expertos que cualquier conocimiento, hace solo unas décadas, se mantenía fresco y actualizado durante unos treinta años. Ahora, afirman, solamente cinco. Es decir, que cualquier aprendizaje nuevo, en especial los relacionados con materias dinámicas, dura alrededor de un lustro. Pasado ese tiempo, tenemos que actualizarnos. Malas noticias para los que creen que ya no tienen nada que aprender.
Recuerdo, hace muchos años, que acompañé a mi padre, ya jubilado, a hacer unas gestiones en su antigua empresa. Al entrar saludamos a un colega suyo y mi padre le dijo: «mira, te presento a mi hijo, que está en EADA, por si alguna vez te interesa hacer alguna cosa ahí». El amigo, lacónicamente, respondió que «ya no estaba para esas cosas». Su comentario me impresionó. ¿Acaso los humanos llegamos a una edad en la que ya no es necesario aprender nada? ¿Acaso llegamos a una especie de nirvana del conocimiento que nos exime de nuevos aprendizajes?
Está bien aprender a hacer algo más o menos específico (Excel, presentaciones, etc.) pero creo que la auténtica formación debería ir mucho más allá. En especial, debería ayudarnos a desarrollar nuestra curiosidad, nuestro espíritu crítico y, por ende, nuestra capacidad creativa. La formación de verdad transforma, cambia, hace que pensemos de una forma distinta y que nos volvamos más inteligentes, sensibles y apasionados.
Recuerdo también a dos ejecutivos que estaban detras mío haciendo cola para facturar las maletas en un vuelo hacia Sevilla. De su conversación deduje que estaban cursando un master en una afamada escuela de negocios.
Uno le preguntó al otro: «¿pudiste preparar el caso para el lunes?» Y el otro le contestó: «no, a mí los casos me los prepara mi secretaria». Quedé impresionado. Me pregunté para qué diablos quería hacer ese tipo un master y comprendí que la razón no era, desde luego, aprender. Quizá lo hacía por el título, para obtener contactos o porque la empresa le había obligado. Aprender o no aprender.
En un mundo donde los fenómenos hype o fake están a la orden del día, hay que defender con más fuerza que nunca el valor de la autenticidad.
La formación no puede servir solo para conocer gente, tener un diploma o cambiar de puesto de trabajo.
Necesitamos personas auténticas que comprendan que el aprendizaje es uno de los valores más importantes de nuestras vidas. La formación de verdad nos hace mejores personas, más sabias, más capaces de afrontar las crisis y los cambios y nos permite comprender mucho mejor las diferencias y gestionar los conflictos.
Y lo más importante: la formación de verdad es muchísimo más divertida.