Hablar de Òscar Cadiach (Barcelona, 1952) es hacerlo de la montaña. Es su vida. Forma parte de ese selecto grupo de apenas una docena de personas que han coronado los 14 ‘ochomiles’ del planeta, y lo hizo sin servirse de oxígeno complementario. Relatar sus hazañas requeriría un periódico completo, pues ha participado en numerosas expediciones en diferentes continentes. Además, como guía de alta montaña ha dirigido grupos de alpinistas a cimas de 7.000 metros, lo que le ha abierto una nueva vía de disfrute. En esta entrevista, realizada en su tienda de deporte de montaña K2, en el centro de Tarragona, habla de su pasión.
¿Qué se siente al estar tan cerca del cielo?
La verdad es que esas montañas son tan imponentes que, aunque te creas el rey del mambo, te das cuenta de que allí no eres nada, te sientes muy humilde. Cuando estás en la cima en lo que piensas es en que hay que bajar y llegar vivo abajo para poderlo contar y disfrutarlo con los tuyos.
Claro, dicen que el descenso es la parte más peligrosa de una ascensión.
Sí, porque ya no tienes la adrenalina que te aporta el querer llegar a la cumbre y has gastado muchas energías en la subida. Hay que saber bajar y tener presente que lo importante es seguir vivo. Es como en la vida; si has llegado alto también hay que saber bajar. He visto caídas muy grandes y muy duras.
¿Por qué escala montañas con lo duro y peligroso que es?
Es una pregunta a la que es muy fácil responder mal. Vamos a ver, voy porque la montaña está ahí, porque me atrae. Los alpinistas franceses dicen que somos los conquistadores de lo inútil, no sacamos nada material por tanto esfuerzo. Pero la verdad es que cuando bajas aprecias mucho más las sensaciones terrenales. Quizá lo expliquen mejor los ingleses, que sostienen que cuando bajas de la montaña la cerveza sabe más buena.
¿Compensa, entonces?
Por supuesto. La montaña es una escuela de vida. A mí me ha ayudado a forjar mi carácter y me ha sido útil en mi faceta empresarial. Me ha vuelto más metódico, disciplinado... Saber que la vida no es una matemática pura, sino un partido en el que a menudo hay que echar mano de la improvisación y la estrategia.
¿Cómo nació su pasión por el alpinismo?
Fue cosa de mi madre. Mi padre era capitán de barco y pasaba mucho tiempo en el mar, y ella era artista, tocaba el piano. Fue ella la que cuando yo tenía seis años me llevó al monte, supongo que con la idea de que no siguiera los pasos de mi padre y pasara tanto tiempo en el mar. Lo que no imaginaba era que lo pasaría en la montaña. En realidad ella quería que yo fuera músico.
Le llevó al monte y ya no bajó.
Más o menos. Conocí a un grupo de boy scouts, que entonces eran los que sabían de orientación y hacían campamentos, y a partir de entonces empieza mi pasión.
¿Recuerda cuál fue su primera cima?
Sí, la primera grande fue el Puigmal, de 3.000 metros, cuando tenía nueve años. Recuerdo que al bajar, eufórico, atravesé el lago de Núria nadando. Es que entonces también practicaba natación en el Tàrraco. Desde entonces no he parado. He participado en setenta expediciones por todo el mundo.
Supongo que una vida dedicada a la montaña ha exigido muchos sacrificios y no pocas renuncias.
Por supuesto. Has de llevar una vida sana y tener método y disciplina. Con 16 y 17 años mis amigos me llamaban para ir a la discoteca, pero yo les decía que primero iría a la montaña, y luego si eso ya me reuniría con ellos para ir de fiesta. Pero llegaba tan cansado que nunca salía. Sí, ha habido muchas renuncias, y esto no se ve desde fuera.
¿Se arrepiente?
No, porque la montaña me ha dado todo lo que yo quería. Me ha permitido hacer documentales, películas de montaña, descubrir otras civilizaciones y formas de vida, dar conferencias, hacer seminarios, dar charlas... ganarme la vida, pues tengo una tienda de deporte de montaña y soy guía.
También habrá vivido grandes frustraciones. Tiene que ser muy duro preparar una expedición, con todo lo que eso implica, y, llegado el momento, no poder ascender no porque uno no pueda, sino por el mal tiempo, por ejemplo.
Sí, en 35 expediciones no he podido hacer cima. Eso te frustra, claro, pero así es la vida. Si has hecho las cosa bien, tienes que estar satisfecho. Hay que contar con la naturaleza, es parte de su encanto.
En todos estos años y tras tantas ascensiones, ¿cuál ha sido el momento más difícil?
Lo peor, lo más difícil, es volver a casa cuando se te ha muerto un compañero en la montaña y tener que comunicárselo a su familia. Me ha pasado en dos ocasiones. Pero no culpo a la montaña; lo que les sucedió pudo haberles pasado en cualquier otro lugar.
Y usted, ¿no ha temido nunca por su propia vida?
Sí, claro. En al menos 15 expediciones he tenido instantes en los que he sentido que he vuelto a nacer. Pero he tenido suerte. Soy uno de los pocos alpinistas que conserva todos los dedos. A la montaña hay que ir con mucho respeto.
Y ante esas situaciones tan trágicas, ¿no se ha planteado dejarlo y buscar una actividad más tranquila y con menos riesgo?
Es verdad que en algún momento he llegado a decirme «no sé qué hago aquí», pero esos pensamientos han durado muy poco y me ha podido más la motivación. Además, también en la ciudad hay otras formas de estar en peligro, como conducir un coche, fumar, beber y no cuidarse... Yo trato de hacer las cosas con seguridad. Es cierto que mi pasión por la montaña me ha generado conflictos familiares, pero nunca he pensado en dejarlo. No estoy allí sufriendo, vamos a la montaña en busca de la vida.
¿Cómo ha influido el cambio climático en esas montañas?
Está afectando mucho. Por una parte, porque se incrementa el riesgo, porque la nieve se funde y hay menos estabilidad y más peligro de aludes. Y, por otra, porque te obliga a buscar otros destinos. Yo tenía pensado ir a los Dolomitas el verano pasado, pero se están hundiendo y no pude ir a la zona a la que quería. El Montblanc también se cerró. Se registraron 37 grados.
Últimamente es mucha la gente que acude a la montaña en busca de experiencias extremas. ¿Qué opinión le merecen esas imágenes de masificación y largas colas de personas subiendo el Everest como si fuera una romería?
Nos da pena. Habría que regularlo, pero los gobiernos de aquellos países son pobres y necesitan el dinero que aportan esas divisas, por eso no lo hacen. Pero tampoco culpo a esas personas, porque nosotros somos los primeros en dar conferencias y de alguna forma llamamos a la gente a que vaya. Eso sí, hace falta hacerlo con ética. Hay quien sube por ego y gasta mucho dinero para ello. No los critico, porque, si yo he ido, ¿por qué no pueden ir los demás?
De hecho, usted es guía y lleva a gente a la montaña.
Sí, ahora disfruto acompañando a gente a sitios que yo conozco y que me han atrapado. Ya he llevado a algún grupo a cumbres de 7.000 metros.
Pero asume una responsabilidad enorme.
Sí, es importante gestionar el riesgo, brindarles seguridad para que ellos disfruten. Y enseñarles que hay que tener respeto y fortaleza mental. La valentía se paga cara en la montaña. Pero es bonito. Como guía hago sentirse viva a mucha gente. Y eso me apasiona, me gusta contribuir a que la gente cumpla retos y sea feliz.
En este sentido, está en vías de hacer feliz al atleta paralímpico Gerard Descarrega.
Sí, es un reto muy bonito y exigente. Gerard es ciego. Vino un día a la tienda a por material porque se iba él solo a Nueva Zelanda para recorrer ese país haciendo autostop. Mantenemos una buena relación. Él es psicólogo y me apoyó mucho en mi último intento a un 8.000, el Broad Peak. En una caída me golpeé el brazo, me dolía muchísimo y no tenía claro que podría subir. Él me mandó un mensaje porque se acababa de proclamar campeón del mundo en atletismo. Eso me dio fuerzas. Pensé que él era una motivación y así lo logré. Ahora yo soy su guía. Empezamos por cimas de 3.000 metros para ir subiendo poco a poco a 4.000, 5.000... Ya hemos subido el Aneto, el Montblanc, el Monte Kenia, y ahora vamos a por un 6.000, el Huascarán, en los Andes, donde hay nieve, hielo, grietas...
¿Y cómo se hace para regresar a la rutina tras haber vivido experiencias tan intensas?
Pues cuesta bastante. Necesito un mes de adaptación. Al final no te queda otra que asumirlo, aunque a veces tu mente está un poco ida, en otra parte. En todo caso, es más duro este tipo de vida, llevar la tienda, ser autónomo, que escalar montañas, que es una pasión que controlo.
¿Se le queda pequeña Tarragona cada vez que vuelve?
Pequeña, no, tengo la familia aquí y Tarragona siempre será mi casa. El mar te hace volver.
¿El mar?
Sí, los que hemos crecido cerca del mar no podemos pasar mucho tiempo alejados de él. Yo he hecho travesías por mar, como cuando di la vuelta a Menorca en kayak.
Entonces, en vacaciones, ¿mar o montaña?
Por mi profesión me atrae la montaña, pero también me gusta el mar. Suelo compaginar ambas pasiones haciendo trekking por lugares de costa.
¿Algún amuleto o ritual?
Lo más importante es mantener la paz interior y no ir allí con tensión o con estrés. No sé si es ritual, pero siempre llevo encima una piedra turquesa y un colgante que me regaló el Dalai Lama para que me dé protección. Es curioso; en una expedición en el Tíbet le pedimos permiso espiritual y nos envío cinco de estos colgantes. No sé cómo supo que éramos cinco personas, nunca se lo dijimos.
¿Un consejo a los que se inician en el alpinismo?
Humildad. Tanto en la montaña como en la vida.