‘Los inocentes’, de Ioana Pârvulescu: Una casa hecha de historias

La novela es un canto a la vida y a la memoria

22 marzo 2025 17:02 | Actualizado a 23 marzo 2025 07:00
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«Todo lo que sigue aconteció en otro mundo. La historia que, invisible, tejía el día a día de las gentes, no solo era otra, sino que también eran otros los objetos que gobernaban sus gestos», escribe Ioana Pârvulescu en la nota de advertencia que abre la lectura de Los inocentes. Epítome de ese otro mundo al que se refiere la autora es el teléfono de pared. La prolija descripción que hace de este lo eleva a puro exotismo. Uno experimenta la súbita necesidad de dejar la lectura del libro por unos instantes para salir corriendo de casa y hacerse con uno de ellos. Sus dimensiones –en realidad no mucho mayores que las de los móviles actuales que nos impiden un andar normal–, su textura, color y peso. El cordón de espiral que, siempre enredado por encima de sus posibilidades, nos obligaba a usar el teléfono pegados a la pared, como si estuviéramos auscultando una cita furtiva al otro lado. Los agujeritos del dial; su ir y venir siguiendo el dictado de nuestro dedo índice. Pârvulescu no se deja nada. «Cada llamada era un vaivén de movimientos circulares, una danza diferente de las manos y los diales, como quien trata de acercar las cifras hacia sí mismo y solo consigue que se alejen y vuelvan volando a su sitio.» Este es el mundo de Ana, la protagonista de este libro y la habitante más pequeña de la casa de la calle Mayakoski –San Juan, antes de la llegada del comunismo, y San Juan otra vez en los noventa–, casa que ha sobrevivido heroicamente a dos terremotos, dos guerras mundiales, una bomba, el régimen fascista pronazi y la despiadada dictadura de Ceausescu.

En los últimos tiempos –entiéndase por esto los algo más de treinta años que han pasado desde el colapso definitivo de la Unión Soviética– han ido apareciendo un buen número de títulos que dan fe de cómo era la vida cotidiana tras el Telón de Acero. Entre estos, como si fueran un género en sí mismo, abundan los que están narrados por una voz infantil todavía incapaz de descifrar y asimilar los sinsentidos de la Historia. Algunos ejemplos de este «género» pueden ser El jardín de vidrio de la moldava Tatiana Tîbuleac, Tragar mercurio de la polaca Wioletta Gregg, Libre de la albanesa Lea Ypi o Una calle sin nombre de la búlgara Kapka Kassabova. Los inocentes de Ioana Pârvulescu es el homólogo rumano de los títulos anteriores. Narrado desde la óptica de Ana, esta historia se desarrolla en el ambiguo terreno que hay «entre lo que se nos permitía hacer, según nuestro criterio, y lo que nos pedían hacer, según el criterio de los adultos». En esa zona de intereses contrapuestos, el lector acompañará a Ana y a sus primos en mil y una correrías. Especialmente notables son la búsqueda de un alijo de gallitos que descansaban ocultos tras las paredes de la gran casa –menuda sorpresa se lleva Ana cuando se da cuenta de que lo que en realidad están buscando no son gallos pequeños, sino monedas– y la misión que implicará a todos los primos –con diversas maniobras de distracción incluidas–, que tiene como principal objetivo abrir el cajón prohibido de la cómoda que, como Rumanía, permanecía cerrado a cal y canto.

$!‘Los inocentes’, de Ioana Pârvulescu: Una casa hecha de historias

Título: Los inocentes
Autor:
Ioana Pârvulescu
Traducción: Rafael Pisot Díaz
Editorial: Armaenia
Páginas: 464

Pero, del mismo modo que las personas no son islas, tampoco lo son los países, ni para el caso las islas son completamente islas para muchas cosas. Al apaleado televisor del tío Ionel –porque solamente con golpes funciona todo lo que proviene de la Unión Soviética– y a los vaticinios de Mamá Grande –había dedicado la mitad de su vida a vaticinar la muerte de Hitler, y ahora volvía a hacer lo propio con la de Stalin–, se añade la fascinación por el Apollo 11, Edwin E. «Buzz» Aldrin y Neil A. Armstrong. Al bueno de Gagarin, según los niños, le restaba enteros no ser norteamericano. Y de los cohetes y astronautas norteamericanos a la lectura disparatada de El conde de Montecristo y la afición por las fugas de los campos de trabajo soviéticos, pasando también por las luchas de los partisanos contra los rusos y los ritmos alocados de los Beatles. Como Rumanía, el cajón prohibido de la cómoda no estaba tan cerrado como parecía.

Los distintos capítulos que dan forma a Los inocentes, como las fotografías de un viejo diario, nos cuentan de manera vívida la historia de un país, unas gentes y, sobre todo, una casa que «era un poso de historia en sus formas más variadas: albergaba relatos “sobre la vida y la muerte” y sin duda aceptaba a todo el mundo».

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