Nunca conocí en persona a José Óscar López. Todo lo que sé de él me ha ido llegando a través de los comentarios, entusiastas y cariñosos, de quienes tuvieron la suerte de compartir su amistad, algunos de ellos, también amigos míos.
Esto convierte a José Óscar para mí en una especie de compañero a no sé cuántos grados de distancia de consanguinidad, pero compañero, a la postre. Lo sé bien porque, tras su reciente pérdida, sentí cercano el dolor de todos aquellos que se volcaron en las redes para dejar el testimonio de su desconsuelo.
Fue entonces cuando me urgió la necesidad de escoltar en mi pequeño bote el navío de José Óscar hasta su llegada a las islas, estén éstas en donde quiera que estén, siguiendo la cartografía del misterio que somos.
A propósito de su libro de relatos, Los monos insomnes, el escritor Pedro Pujante decía que era «literatura como recién inventada, proveniente de un país indefinido y fascinante». No creo que exista mejor definición para la obra de José Óscar López.
Así me ha parecido también su Llegada a las islas, una suerte de reformulación del movimiento creacionista de Huidobro donde el lector se adentra como en una tabula rasa y sin coordenadas en un mundo acabado de estrenar.
Ya los poemas que abren el libro constituyen una especie de poética: si existe la imposibilidad de decir algo porque todo está ya dicho tal vez «esta nada apacible, hospitalaria, constituyese una nueva y paranoide Eneida, formulación nueva y a la vez antigua».
Prácticamente todo el poemario es una búsqueda de caminos nuevos para saber decir: la desmitificación de la inspiración decimonónica; la relación del escritor con su soledad creativa; ensayos de estampas poéticas; el atisbo de la idea («No conocí jamás la torre, pero oí / el canto de la torre y / ya no pude olvidarla»); imágenes en ciernes «como peces temblando fuera del agua»; la verdad literaria, lejos de la impostura del éxito («no pedí el laurel, sino aleteos, la verdad»); la inevitable vanidad, que es también autoexigencia («¿para qué ser cristiano si se pude ser cristo?» o «sé justo porque sé que no serás benévolo»); la peregrinación de un Judas Iscariote que vaga por Tracia, Siria y Jonia en busca de nuevos sortilegios pero que resulta partícipe de la «enésima generación de héroes mandados de vuelta a casa», como el hoplita renegado que vuelve a Elea o el regreso sin la espada de quien ha perdido Britania; aferrarse al trozo de ébano y «conservar los pedazos de aquello que nos salva»; las ideas desechadas como «chatarra galáctica»; la libertad creativa entendida como un ejercicio para nadie («como un arquitecto que comete / su trabajo sin la carga de que nadie tenga que vivir allí»); la importancia de la mirada («quien observa [...] es quien lo aporta casi todo»), pues solo el poeta puede presagiar esencias trascendentes en la cotidianidad. Todo ello jalonado por diferentes y sugestivos guiños culturales procedentes de la cultura pop, de la música y del cine.
Pero ese mundo «a años luz, arriba lejos / muy lejos de cualquier planeta habitado», sucumbe a veces al prosaísmo de la realidad pura y dura: «los ángeles de la mañana bostezan en las paradas de autobuses»; salir de la ensoñación de un cine; la soledad rodeado de gente; la expectativa de los demás; un acoso escolar; las tardes de verano ociosas e improductivas; y algunas vicisitudes de orden personal que se integran dosificadamente en el libro.
Llegada a las islas es la epopeya de una búsqueda y José Óscar su intrépido (y vulnerable) argonauta. Los que hemos leído a José Óscar ahora sabemos con certeza que finalmente su nave arribó con éxito a la Cólquida. Y que se hizo con el vellocino de oro.