Si la misión última del libro es señalarnos el paraíso en las cosas más cercanas, es justo que hoy nos detengamos y celebremos su día como una de esas jornadas que amparan el calendario. Celebrar el día del libro no tiene tanto que ver con hacerle fiesta a la mesa de novedades o buscar con ahínco la firma del autor del año (Irene Vallejo), como de reconocernos en esta forma de estar en el mundo a la que responde su existencia. Porque el libro acoge un camino de vida que más que con el conocimiento, tiene que ver con la bondad, con esa luz que desprende e invita al humano a reflejarse en otro humano, y a acompañarle. Solo el libro tiene la capacidad de distinguirnos acercándonos a todo. Un buen libro de poemas no te cambia la vida, sino que te dirige a la vida, te dispone a ella, y eso es ciertamente más. Por eso una casa sin libros parece una casa deshabitada. Una casa sin alma. A veces una pared oculta tras una estantería tranquiliza más que unas vistas al mar más azul.
Hoy, 23 de abril, celebramos ese esfuerzo de ponernos un poquito por debajo del mundo que supone la lectura, ese ritmo lento que siempre aguardan los mejores misterios. La literatura es esa forma de arraigo que permite mirar con admiración y reverencia todo lo que nos rodea. El libro nos sana de nosotros mismos, calma nuestros peores adentros. Leer no sustituye al viaje, pero sí permite idealizar un mundo que engendre una realidad más amplia, con más matices, con otras verdades. Leer no es viajar. Leer es quedarse, como siempre se quedan los que aman mejor. El libro nos enseña a no querer ir a ningún sitio distinto de donde se está, a aceptar que estar sentados, en soledad, una tarde completa, puede esconder los momentos más altos de la existencia. El filósofo Pascal decía que nuestras desgracias vienen justamente de eso, de no tener la capacidad de quedarnos en paz un buen rato en nuestro cuarto. Si esto es así, entonces la poesía cura. La poesía salva. Leer no nos enseña a contemplar, sino a ser contemplativos, a ser seres sintientes. Seres compasivos que viven la pasión del otro como pasión propia.
La lectura no alimenta al espíritu, sino que nos hace capaces de espíritu. Nos orienta hacia su posibilidad, a esa apertura que lo fundamentaLa lectura no alimenta al espíritu, sino que nos hace capaces de espíritu. Nos orienta hacia su posibilidad, a esa apertura que lo fundamenta. Con determinadas lecturas el espíritu nos existe, que es mucho más importante que su mera concreción. Esta sociedad empoderada desde el privilegio lo entiende todo como acción, como resultado, y de ahí lo irrespirable de nuestro entorno. La lectura es un acto pasivo que nos autolimita, que hace sitio al vecino, que nos recuerda nuestra pequeñez y en ese estado de pasividad podemos abrigar nuestros secretos. El escritor estadounidense John Updike dice que los libros han de tener secretos, como los tienen las personas. Leer nos ayuda a dialogar con nuestra intimidad más sagrada, la que no supone perversidad. Los libros nos enseñan a no darle importancia a las cosas que no tienen importancia. Y ese extremo, hoy en día, se antoja fundamental.
Entre el último 23 de abril y este de hoy, hemos vivido el año más complejo de nuestro tiempo. Un año de ausencias, de violencia, de pobreza. La lectura ha acompañado a buena parte de una sociedad que no siempre tenía la mente en el libro, pero sí el corazón en el destino que éste ofrece. La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta. Quiere señalarnos la felicidad, como silencio de todo lo malo, como ausencia de infortunios, que es lo que ahora anhelamos. La literatura silencia el dolor. Rosa Montero declaraba: “Yo ahora sé por qué escribo: para intentar otorgarle al mal y al dolor un sentido que en realidad no tienen”. Y ese sentido paliativo es el que recibimos, un sentido que no busca la tirita, y que entiende el dolor como camino, no como castigo.
Para ponerle límites a todas estas vicisitudes, o para avanzar en esa esperanza de que lo penoso no sea la última palabra, se han publicado durante este último año algunos libros que sosiegan, que nos acompañan en ese tránsito en el que la vida nos excede y necesitamos testimonios ajenos para ponerle límites a eso que nos desborda. El resultado más decisivo ha sido la unión de las poetas Chantal Maillard y Piedad Bonnett. Ambas perdieron a sus respectivos hijos en las mimas circunstancias, el mismo mes del año y respondiendo los dos chávales al mismo nombre. Daniel. Voces en duelo (Vaso Roto) es una antología que habla del suicidio, de la pérdida, y sobre todo de amor.
Es un libro que, como indica Bonnett en uno de sus títulos, pide al dolor que persevere. Otro trabajo que nos invita a ver la vida desde la cerradura de la resistencia es el debut literario de la autora argentina Socorro Giménez, que en su libro Casa se busca (Caballo de Troya) avanza entre el verso y la prosa por una cotidianidad desde la que avisa que el sufrimiento, suele nacer de un desajuste con los demás, que casi siempre tiene una base sentimental, una base amorosa: «Pienso en las cosas que nacen, en cómo nacen las cosas, en cómo pueden ser. Pasar de cero a uno, de nada a algo. Pienso en el nacimiento y en la fe. Pienso en lo inesperado y en las maneras de gestarlo». Y sobre esas formas de gestar lo que nos supera se sustenta el nuevo poemario de Enrique Juncosa, Estrella rota (Pre-Textos), que, desde la ironía y el deseo, traza unas relaciones con las afueras que sirven de cobijo y de respuestas serenas: «Sí, ahora hablo con la muerte / cada día y cada noche. Tal vez por ello / tengo tantas ganas / de vivir». Estos tres títulos, estas tres novedades, inciden en algo que quizá ya sabíamos, pero en lo que no siempre reparamos: el dolor es nuestro principal maestro. El dolor es la primera puerta hacia la libertad. Y a ella vamos con un libro como brújula. Confiados.