Hay ocasiones en las que uno tiene que estar a la altura de las circunstancias. Ocasiones en las que uno no puede dejar nada al azar. Ni siquiera el libro que va a meter en la maleta. Cruzar el océano Atlántico por primera vez, qué duda cabe, constituye una de esas ocasiones de circunstancias tan sonadas.
El 19 de mayo de 1934, apenas un año y unos pocos meses después de que Hindenburg nombrara canciller de Alemania a Hitler, Thomas Mann y Katia, su esposa, emprendieron un viaje a bordo del Voledam, «un flemático barco holandés», con destino a la lejana y soñada Nueva York. Iba a ser una travesía hacia poniente de miles de kilómetros; siempre hacia el oeste por la redondez circular del océano, escribe Mann en su diario el 22 de mayo, en contra del movimiento de rotación de la Tierra. A bordo, apenas el puñado de pasajeros que había podido costear el pasaje y una nutrida tripulación a su disposición. Europa había iniciado ya el enésimo viaje sin retorno de su historia. Los días que tenían por delante hasta arribar a tierras americanas iban a sucederse en un auténtico elogio a la lentitud y a la pausa. Y es que pocas veces, lo apunta Mann, la premura ha sido portadora de ninguna bondad. Lo bueno necesita tiempo. Tiempo, pausa y, a menudo, la perspectiva que solamente otorga la lejanía.
Título: Viaje por mar con Don Quijote
Autor: Thomas Mann
Traductora: Genoveva Dieterich
Editorial: Navona
Páginas: 104
Ninguna de las adversidades del mar logrará ensombrecer un ápice la ilusión de un viaje forjado en esas lecturas de niñez y juventud, cuando el mar todavía era terreno abonado para todo tipo de aventuras y seres de leyenda. Pero como no puede ser de otra manera, lo sabrá todo aquel que haya hecho un viaje más o menos largo en barco, todos los días terminan por parecerse, por confundirse los unos con los otros en una especie ensoñación propiciada por el vaivén de las olas. Los paseos por la cubierta, las comidas, los juegos de cartas, los conciertos, incluso la extraordinaria noche de cine. Ni siquiera el afán antropológico por los compañeros de travesía le salva a uno del tedio. De ahí la importancia de haber metido un buen libro en la maleta. Mann había elegido para la ocasión el Quijote, una de aquellas lecturas que uno siempre va postergando, a la espera de encontrar el momento perfecto, como si hubiera un momento adecuado para cada libro. Estos, en realidad, llegan un poco cuando pueden. Es problema nuestro darles buen acomodo. Pero nunca hubo mejor momento para leer las aventuras del ingenioso hidalgo que la primera travesía transoceánica.
Viaje por mar con Don Quijote, dietario sui generis que mezcla notas sobre la lectura del clásico de Cervantes y observaciones sobre el día a día en el barco, es fruto de esos días de sosiego que iban a llevar a Mann al otro lado del Atlántico. Quizá sea por hallarse perdido en la inmensidad del océano, lejos de su vida, de su entorno, lejos de un continente que repetía los mismos errores de siempre, pero la narración de este viaje parece transcurrir libre del peso y la gravedad que caracterizan novelas como La montaña mágica o Doctor Faustus, como si Mann, al emprender esta singladura, hubiese logrado zafarse momentáneamente de una Historia que, pertinaz, luchaba siempre por encaramarse a sus hombros para ser contada.
La ligereza de este breve libro, sin embargo, es solamente aparente, pues Mann no se somete al régimen de olvido e intrascendencia que gobierna el barco, y, con la lectura del Quijote como contrapunto, recupera e hilvana temas fundamentales de su obra. Con la perspectiva de los miles de kilómetros interpuestos, el autor trata de vislumbrar lo que una vez fue su hogar, un recuerdo ahora emborronado por el paso de los años y, también, por el advenimiento del nazismo. Temeroso, imagina y anticipa un negro futuro para Alemania, Europa y el mundo. Al filo de esta cuestión, reflexiona sobre la historia de los pueblos y el presunto ideal que enmascara y justifica cualquier enaltecimiento de la patria. Especialmente aguda es la reflexión en torno a la libertad –también la artística– que cierra el libro. Mann no puede dejar de subrayar la incongruencia de la Estatua de la Libertad, símbolo y destino último del viaje, en su presente. Desafortunadamente esa reflexión sigue siendo válida casi un siglo más tarde. Incluso cuando en apariencia ligero, Mann da en el clavo. Esa es la razón por la que una y otra vez seguimos acudiendo a los clásicos para entender el mundo.