Una forma de amor
‘Leerla es conocerla’, dice Mercè Ibarz al pensar en la Rodoreda. El viaje de lectura es breve, a nuestro pesar, y absorbente, para nuestro gozo. El triunfo de la retratista reside en la constancia de su lectura y no en la vocación de chisme, siempre asociada a su cometido. El libro es una instantánea en movimiento. El retrato como continente, que es la más transversal de las modalidades discursivas, es el idóneo para alguien que, como Mercè Rodoreda, lo sintió todo para probarse en las batallas que pudo.
El texto de Ibarz es exigente y generoso, y el compromiso con la obra rodorediana total, una forma de amor. En él se alternan testimonios de quienes conocieron a Rodoreda y también algunas cartas que conforman un epistolario fragmentario y disperso. En las primeras páginas Mercè Ibarz esboza el núcleo de la poética rodorediana, “el viaje interior de una muchacha sin sueños”, así como los distintos periplos de publicación que experimentan sus libros y una cronología de su obra. Este movimiento funciona de manera pendular: las complicaciones a la hora de publicar tanto dentro como fuera de España, debido al exilio de la escritora y a otros factores de carácter político, cultural y de género, así como los vasos comunicantes que existen entre los textos se invocan cada cierto tiempo. Pero es un espejismo. Es ella, Ibarz, quien se lo recuerda a sí misma para no perder ripio. Porque en el paisaje rodorediano el todo por la parte y la parte por el todo son una misma cosa, y la fusión entre géneros y disciplinas, como en la obra misma de Ibarz, es en Rodoreda un camino de ida y vuelta orgánico, natural.
Otro de los aciertos de este magnífico retrato son las reflexiones del recorrido de Mercè Ibarz como lectora, y no solo de la obra de Rodoreda, obra entre la que, por cierto, escoge su Rodoreda preferida, la floral que, según dice, es “la bestia literaria”. La mejor Rodoreda. También cuando, de forma muy sintética, da carpetazo a la vida privada de la autora, a propósito de su producción: “No solo sufría de amor. Escribía”. O, por ejemplo, cuando advierte que “Poca broma con Rodoreda. Sabía bien qué hacía”. El diálogo entre la vida y la obra de la autora de ‘La plaza del diamante’ se expande y evoluciona al mencionar a otras creadoras que albergaron las mismas preocupaciones expresivas y vicios creativos que Mercè Rodoreda, como Natalia Ginzburg, Virginia Woolf, Georgia O’Keeffe o Clarice Lispector, o a artistas plásticos como Paul Klee o Joan Miró.
‘Abeja furiosa de su miel’ tiene el don de la paciencia y el esmero de la pulcritud, pero también un sinfín de regalos estilísticos, que van desde la acidez lingüística a la reflexión lírica más estética, que se manifiestan a la hora de declarar las distintas tramas que articulan el retrato. Esto es, la importancia y, sobre todo, la problemática, de tratar de proyectar una imagen pública como mujer de letras para la España de la postguerra, la aparición fundamental de Joan Sales como editor en la vida de Rodoreda, así como lo crucial del intercambio intelectual con Armand Obiols que fue, en vida, tres hombres en uno, sin empantanar la imagen o emborronar la letra de quien es una de las intelectuales europeas más prestigiosas del XX en Europa.
No tenemos ante nosotras un ensayo interpretativo de la obra de Rodoreda, sino una excelente demostración del trabajo de la buena retratista: una lectora calmada, sin prisa, y cuya admiración y respeto se exhibe a partes iguales, sin exageraciones o afectación.